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La práctica clínica en los trastornos mentales y en especial, en el trastorno por déficit de atención, con o sin hiperactividad, (TDA/H). Reflexiones críticas

LA PRÁCTICA CLÍNICA EN LOS TRASTORNOS MENTALES Y EN ESPECIAL, EN EL TRASTORNO POR DÉFICIT DE ATENCIÓN, CON O SIN HIPERACTIVIDAD, (TDA/H). REFLEXIONES CRÍTICAS.

Autor: Juan Larbán Vera

Psiquiatra y psicoterapeuta de niños, adolescentes y adultos. Ibiza. E-mail: juan.larban@gmail.com

RESUMEN: A lo largo de este texto intento mostrar de forma crítica, constructiva e integradora, la importancia de la comprensión psicopatológica de los trastornos mentales para poder responder adecuadamente en la práctica clínica, a la demanda de ayuda de quien los sufre y su familia, tanto durante el proceso de detección, como en el del diagnóstico y en el de su tratamiento. Utilizo como ejemplo, lo que sucede hoy día con la práctica clínica en el caso del trastorno por déficit de atención, con o sin hiperactividad, TDA/H.

PALABRAS CLAVE: Práctica clínica. Trastornos mentales. Comprensión psicopatológica. TDA/H.

ABSTRACT:  Throughout this text I try to show, in a critical, constructive and integrating way, the importance of psychopathological understanding in mental disorders in order to respond adequately in clinical practice to the demand for help from the ones who suffer from it and their families, during the screening process as well as in the diagnosis and treatment. I use as an example what happens nowadays with the clinical practice in the case of Attention Deficit Hyperactivity Disorder (ADHD) or  Attention Deficit Disorder (ADD).

KEY WORDS: Clinical practice. Mental disorders. Psycopathological understanding. ADD/ADHD.

Introducción:

No tener en cuenta un enfoque psicopatológico, como ocurre en las clasificaciones diagnósticas vigentes actualmente, (DSM y CIE) fundamentadas en criterios estadísticos, de tipo descriptivo, elaboradas mediante consenso no clínico de expertos, sin un modelo psicológico del desarrollo humano, nos imposibilita comprender ¿cómo, cuándo y por qué? se produce en un momento dado y contexto determinado, una desviación psicopatológica del desarrollo normal de un sujeto con una personalidad y funcionamiento mental específicos. Esto nos lleva a una confusión y deriva diagnóstica que tiene como consecuencia una cuestionable práctica clínica con errores graves e importantes en la forma de comprender y tratar los trastornos mentales. El sufrimiento, así como la complejidad del ser humano y de su funcionamiento psíquico-emocional se ven así limitados a concepciones reduccionistas y simplistas, basadas en concepciones pseudocientíficas de lo biológico, psicológico, social y genético que nos constituye, presentándonos como sujetos sin subjetividad, sometidos al imperio biológico y neuroquímico de nuestro cerebro, como si nuestro organismo funcionase de una forma independiente, aislada y separada de lo que somos, de lo que hacemos y de cómo vivimos con lo que somos y hacemos.

Los importantes descubrimientos que se están haciendo en el campo de las neurociencias son interpretados “interesadamente” por un sector de los profesionales de la salud mental que se proclaman portadores (con actitud intolerante y excluyente de lo diferente) de la “verdad científica”. Esta tendencia a la sacralización de la ciencia lleva a un cientificismo en el que la ciencia así concebida pasa a ser un dogma, sus divulgadores los nuevos sacerdotes, y sus resultados, la única esperanza, (Peteiro, J.2010). Del imperialismo de lo psicológico, se está pasando en los últimos años, a través de un movimiento pendular a los que el proceso histórico nos tiene acostumbrados, a un imperialismo de lo biológico. Estudios experimentales muestran la atracción seductora de las explicaciones neurocientíficas, es decir, su magnetismo. Se ha visto que explicaciones irrelevantes se juzgan más favorablemente si contienen jerga neurocientífica. Independientemente del estatus científico y de su relevancia, las explicaciones neurocientíficas influyen en la gente, más allá de lo que la evidencia puede sostener, (Pérez-Álvarez, M. 2011 a). La cultura popular ha asumido el cerebrocentrismo como algo natural y la divulgación neurocientífica alimenta dicha tendencia ignorando que la plasticidad cerebral, según la cual el cerebro es capaz de modificarse en función de la experiencia, muestra que más que de las neuronas, dependemos de la conducta y de la cultura, (Pérez-Álvarez, M. 2011 b). Como paradigma de esta práctica clínica que criticamos, voy a profundizar en lo que ocurre con el TDA/H.

A propósito del TDA/H

El TDA/H es un trastorno de inicio en la infancia que comprende un patrón persistente de conductas de desatención, hiperactividad e impulsividad. Se considera que el trastorno está presente cuando estas conductas tienen mayor frecuencia e intensidad de lo que es habitual según la edad y el desarrollo de la persona, y tales manifestaciones interfieren de forma significativa en el rendimiento escolar o laboral, y en sus actividades cotidianas (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, DSM IV-TR, Texto Revisado, 2001).

El TDA/H representa un problema de salud pública debido a su elevada prevalencia, que se estima, según las fuentes epidemiológicas, entre un 3 y un 7% de la población escolar (DSM-IV-TR, 2001). Los niños con este trastorno tienen un mayor riesgo de fracaso escolar, problemas de comportamiento y dificultades en las relaciones socio-familiares como consecuencia de los síntomas propios del TDAH. El curso del trastorno es crónico y requiere tratamiento a largo plazo, con el correspondiente coste social.

El TDA/H es uno de los motivos más frecuentes por el que los niños son remitidos al pediatra, neuropediatra o al equipo de salud mental debido a que presentan problemas de conducta. De hecho, el TDA/H es uno de los trastornos psiquiátricos (neurobiológicos) del niño y del adolescente más prevalente. Las tasas de prevalencia son marcadamente dispares según los criterios diagnósticos empleados, el origen de las muestras (clínicas o poblacionales), la metodología, las edades y el sexo escogidos. Los rangos de prevalencia (frecuencia) se sitúan entre el 1,9 y el 14,4%. En España, al igual que en otros estudios europeos, las tasas de prevalencia son similares (Guía de Práctica Clínica del SNS sobre el TDA/H en niños y adolescentes, 2010).

Historia

La existencia de niños con problemas que se manifiestan en forma de inquietud motora, dificultad para mantener la atención y tendencia a la impulsividad es sobradamente conocida por la psiquiatría infantil que, con diferentes denominaciones, («inestabilidad motriz», «lesión o disfunción cerebral mínima», entre otras) viene describiendo este trastorno desde principios del siglo pasado. Desde que se impusiera en la clasificación americana de trastornos mentales, DSM, el diagnóstico denominado «Trastorno por déficit de atención e hiperactividad», este término y sus correspondientes siglas (ADHD, ADD, TDA/H, etc.) se han extendido universalmente, apoyado por una multiplicación exponencial de publicaciones, estudios y documentos que, aunque sostienen su denominación como trastorno, han favorecido que sea considerado como enfermedad y, aún más recientemente, como una enfermedad crónica.

Rastreando algo de la historia, nos encontramos que la existencia de niños con dificultad de atención ha sido mencionada ya a comienzos del siglo, variando su tratamiento a lo largo del tiempo. Este cuadro, al que hoy llamamos Trastorno por Déficit de Atención con o sin Hiperactividad (ADDH –ADD, TDA/H) fue caracterizado en 1901 por J. Demmor quien desde una perspectiva neurobiológica se refirió a la “inestabilidad motriz” describiendo de esta manera a los niños con exageradas emociones, reacciones ambivalentes, falta de inhibición y de atención, e incesante necesidad de cambios y movimientos (Tallis, 2004).

Los autores coinciden en señalar que la primera descripción que hizo referencia a los niños con problemas en el control de conducta y de la atención fue la denominación “Incapacidad para concentrarse y mantener la atención por defecto del control moral” que data de 1902.

A partir de ese momento la evolución de las ideas fue cambiando, otorgándole diferentes nombres y descripciones. Barkley en un texto de 1990 (citado por Beatriz Janin) resume esta evolución en cuatro períodos:

1) Desde 1900 – 1960 una lesión cerebral es responsable de los problemas hiperquinéticos. Se denominaba “Lesión Cerebral Mínima”, en donde de consideraban afectadas áreas cerebrales esenciales para el aprendizaje. Sin embargo las dificultades para detectar esta lesión -que nunca fue encontrada- favorecieron que se desplazara el origen de la alteración de lo orgánico a lo funcional.

2) Así, a partir de 1960 a 1969 el cuadro fue llamado “disfunción cerebral mínima”, la cual se considera fundamental para entender la Hiperkinesia.

3) Es en un tercer momento que va desde 1970 a 1979 en donde aparece en la bibliografía el déficit de atención.

4) Y por último, un cuarto período de 1980 a 1989 en donde se crea el síndrome de déficit de atención (ADD o TDA) en el DSM III y del déficit de atención con hiperactividad (ADDH o DDAH) en 1987 en el DSM III-R.

Consideramos que podemos agregar un último momento en el que el DSM- IV en 1995 instala la denominación de Trastorno por déficit de atención con hiperactividad, dividido en tres sub tipos posibles: tipo combinado, tipo con predominio del déficit de atención y tipo con predominio hiperactivo –impulsivo.

Nos encontramos así con el llamado trastorno o síndrome de “Déficit de atención con y sin hiperactividad” (ADD / ADDH o TDA/H), uno de los diagnósticos más comunes en la niñez actual.

Como pudimos comprobar a lo largo del pequeño recorrido histórico que hemos realizado, la sociedad ha necesitado y necesita encontrar nombres que agrupen lo que no se entiende, lo que no tiene una única respuesta. Así podemos decir que al conjunto de características o síntomas que se manifiestan en el TDA/H, se las agrupa con la denominación de “Trastorno o “Síndrome”. Vemos así como la gran estructura formada por médicos, padres y agentes de educación y salud a veces “rotulan” a los niños, dando por ciertas dichas nominaciones que en realidad tienen más de imprecisión que de certeza.

Controversias

Pese a la divulgación de múltiples trabajos y guías de consenso, fundamentalmente anglosajonas, que se autodefinen como basadas en la evidencia, que postulan criterios de homogeneización del diagnóstico y de su tratamiento, las controversias en torno a la cuestión persisten. Además de que se está proponiendo la necesidad de introducir cambios en los criterios diagnósticos actuales, e incluso la conveniencia de modificar la denominación actual del trastorno en próximas ediciones del DSM,  se debate, entre otras cosas: si es un trastorno sobrediagnosticado o infradiagnosticado; si se está medicalizando excesivamente o si altos porcentajes de casos quedan sin tratar; si están justificadas las advertencias sobre la gravedad del trastorno y las consecuencias de no tratarlo o si hay en ello un alarmismo exagerado e injustificado; se discute a qué especialidad médica corresponde la responsabilidad profesional del diagnóstico y tratamiento de los afectados. Y, simultáneamente, los servicios tanto de atención primaria como de atención especializada se saturan con demandas crecientes de consultas e intervenciones por este trastorno.

En los últimos años se han dado a conocer numerosas investigaciones que identifican correlaciones de diferente naturaleza con el TDA/H. Se trata de patologías físicas, reacciones a terapias medicamentosas, condicionamientos ambientales de varios tipos, embarazos desfavorables, trastornos psicopatológicos de diverso grado y naturaleza pero que, por presentar una sintomatología semejante o compatible con la que se describe como TDA/H, obtienen, en función de este criterio, el mismo diagnóstico. No es pues de extrañar que la forma de diagnosticar hoy día el TDA/H genere de hecho gran confusión, despistando a aquellos médicos y psicólogos que omiten realizar una investigación exhaustiva del conjunto de factores etiológicos y patogénicos intervinientes, con un daño potencialmente importante para la salud de los menores. Para evitarlo, sería interesante plantearse las siguientes preguntas: Todas las correlaciones que pueden observarse asociadas ¿pueden ser interpretadas como causas?¿Podemos considerar como hipótesis que la sintomatología del TDA/H sea en realidad una constelación inespecífica de síntomas, indicadores de un desequilibrio de la persona, que remite a factores causales de la más variada naturaleza? ¿Podremos abolir algún día la forma de diagnosticar que solamente etiqueta y trata con psicofármacos el TDA/H, con la carga ideológica que eso presupone?

Este es el verdadero desafío que tenemos frente a nosotros, una hipótesis que merece toda la atención científica que seamos capaces de aportar, una forma diferente de ejercer la práctica clínica y una aproximación éticamente distinta de la que propone la utilización de psicofármacos con niños y adolescentes. Psicofármacos que sólo se deberían indicar en casos excepcionales, con máxima cautela y como último recurso en situaciones extremas, a fin de prevenir y contener los posibles riesgos de abusos a mediano y largo plazo, como aquellos que, en no pocas ocasiones aparecen documentados en la literatura científica que se desprende de fuentes confiables de información (Consenso Internacional ADHD o TDA/H y abusos en la prescripción de psicofármacos a menores, 2005).

La controversia generada sobre este tema, debería suscitar entre nosotros un debate que pueda utilizarse como un espacio para reflexionar, al menos por tres motivos: por su importancia clínica, por su relevancia social y porque puede servir para valorar el uso que hoy se está haciendo tanto de la “medicalización de la vida cotidiana” como de la “medicina basada en la evidencia, término este último que tendría que ser sustituido por indicios, pruebas” ¿No habría que decir más bien, “asistencia basada en pruebas”? Lo que está ocurriendo con el TDA/H es un buen caso para planteárselo: ¿O es que no vale la pena plantearse la eficacia y eficiencia, oportunidad, seguridad y demás indicadores de los componentes psicológicos y psicosociales de nuestra asistencia? (Tizón, 2017).

Modelos de práctica asistencial

En la práctica asistencial actual conviven diferentes modelos de conceptualización en cuanto a la naturaleza y etiopatogenia del trastorno que reflejan criterios y hábitos diagnósticos, así como terapéuticos, con diferentes puntos de convergencia y de divergencia.

Las diversas prácticas pueden agruparse en dos estilos de comprensión y de intervención:

El modelo fisiológico considera que el TDA/H es un síndrome unitario caracterizado por una tríada sintomática (hiperactividad, déficit de atención, impulsividad), no siempre presentada completa; afirma la naturaleza neurobiológica del trastorno y busca, hasta ahora sin éxito, marcadores biológicos que confirmen esta hipótesis etiológica.

En consecuencia postula, aunque no descarta otras intervenciones, un tratamiento necesariamente farmacológico (exclusiva o muy mayoritariamente del tipo psicoestimulantes y, sobre todo en nuestro país, el metilfenidato) dirigido a disminuir los síntomas y a facilitar la aplicación de otras medidas terapéuticas. La coexistencia muy frecuente de otros problemas psicológicos es considerada como una comorbilidad de carácter psicopatológico, añadida o asociada pero no causal, que justificaría secundariamente otras intervenciones de tipo psicológico o psiquiátrico.

El modelo psicopatológico considera el TDA/H como la manifestación de un conjunto de síntomas vinculados a diferentes componentes etiopatogénicos y a diferentes organizaciones de la personalidad con diversos tipos de funcionamiento mental. Entiende que los factores psicológicos y psicopatológicos, además de implicar un gran sufrimiento y malestar, tienen un papel determinante en las manifestaciones del TDA/H, y no son sólo comorbilidades sobreañadidas a un trastorno neurológico puro. Postula que esta variedad y complejidad clínica necesita abordajes terapéuticos múltiples que no pueden limitarse exclusiva y principalmente a la administración de fármacos y que deben incluir ayudas especializadas e individualizadas de tipo psicológico, familiar y escolar, en todos los casos.

Aunque ambos modelos no se corresponden sistemáticamente con especialidades concretas, se puede intuir que se están configurando, correlativamente a estos dos modelos de comprensión, dos estilos de intervención: uno más común en el entorno «neuro-pediátrico» y otro más común en el entorno «psicológico-psiquiátrico».

Las guías de práctica clínica en el TDA/H

Las guías clínicas disponibles plantean alternativas diferenciadas, que podríamos clasificar en cuatro grandes grupos:

  1. Tratamiento farmacológico único de entrada para la mayoría de estos niños.
  2. Tratamiento multimodal ya inicialmente: combinación de medidas farmacológicas, psicológicas y psicosociales.
  3. Soporte psicopedagógico y psicosocial (familiar o individual) y tratamiento farmacológico en segunda instancia.
  4. Intervenciones psicológicas, psicopedagógicas y psicosociales (individuales y familiares) recurriendo a los estimulantes del SNC sólo en excepciones extremas (Tizón, 2007).

La mayor parte de los estudios empíricos publicados hoy en día apoyan los modelos A y B de guías clínicas (Jensen y Cooper, 2002; Reiff y Tippins, 2004). En la práctica, al menos en la asistencia clínica en los países del primer mundo, eso está significando cada vez más, como en el caso de muchas supuestas “depresiones”, un tratamiento farmacológico exclusivo o casi exclusivo (Guía real tipo A). Sin embargo, tanto en los países mediterráneos como en los nórdicos y en los EE UU, parece que existe un amplio grupo de especialistas y un reducido número de autores que se resisten a esa “ola biológica” y apoyan el grupo C de guías clínicas (Lasa, 2001; Diller, 2000, 2002).

Impacto social

La complejidad de los hechos descritos contrasta con la extraordinaria extensión y la desproporcionada acogida mediática que ha tenido la descripción del TDA/H, como «una nueva enfermedad» con el «descubrimiento de un nuevo tratamiento específico» (en realidad los fármacos psicoestimulantes, metilfenidato y otros, que se vienen utilizando desde hace sesenta años). El llamativo impacto social y la rápida extensión de este fenómeno «epidémico» no han tardado en afectar al mundo sanitario acarreando importantes problemas y divergencias en la práctica clínica y la investigación, recogidos en una gigantesca multiplicación de publicaciones. Resaltando sólo las más señaladas: exageradas variaciones en la incidencia y prevalencia del trastorno; variabilidad de criterios diagnósticos; tendencia al abusivo empleo de fármacos psicoestimulantes con espectaculares incrementos del gasto sanitario; diversidad e insuficiencia de los seguimientos terapéuticos con escasez o inexistencia de estudios controlados a largo plazo; acusaciones de medicalización y patologización excesiva de conductas infantiles normales en contraposición a quienes sostienen su infradiagnóstico (Lasa y Jorqueras, 2010)

Los medios de comunicación hablan del tema como si se tratara de una epidemia, divulgando sus características y los modos de detección y tratamiento. Se banaliza así tanto el modo de diagnosticar como el recurso de la medicación. En el límite, cualquier niño, por el mero hecho de ser niño y por tanto inquieto, explorador y movedizo, se vuelve sospechoso de padecer un déficit de atención, incluso cuando muchísimos de esos niños exhiben una perfecta capacidad de concentración cuando se trata de algo que les interesa poderosamente (Armstrong, 2000).

En cuanto a la influencia del contexto familiar, escolar y social sobre la incidencia del TDA/H, cabe preguntarse: ¿Los niños desatentos e hiperactivos dan cuenta de algo de lo que ocurre en nuestros días? Padres desbordados, padres deprimidos, docentes que quedan superados por las exigencias, un medio en el que la palabra ha ido perdiendo valor y normas que suelen ser confusas, ¿incidirán en la dificultad para atender en clase? (Duché, 1996; Fernández, 2000; Golse,  2003; Fourneret,  2004; Jensen, 1997).

Tampoco se ha tomado en cuenta la gran contradicción que se genera entre los estímulos de tiempos breves y rápidos a los que los niños se van habituando desde muy pequeños,  con la televisión y la computadora, donde los mensajes suelen durar unos pocos segundos, con predominio de lo visual, y los tiempos más largos de la enseñanza escolar centrada en la lectura y la escritura a los que el niño no está habituado (Golse, 2001; Jensen, 1997; Armstrong, 2000; Diller, 2001).

Contexto y situación actual

Para un correcto análisis de la situación en cuanto a la comprensión clínica del TDA/H, hay que situarlo en su contexto actual. No podemos por tanto obviar que lo que está pasando con este trastorno mental forma parte de una predominante y determinada visión imperante hoy día de tipo reduccionista, biologista y simplificadora de la complejidad del ser humano, su evolución, su sufrimiento y su patología.

La corriente psiquiátrica y psicológica actual que intenta incluirse  y reflejarse en el modelo médico vigente de corte biologista para alcanzar el status de ciencia objetivante, lo está haciendo a costa de la falsa ilusión de perder la subjetividad que nos hace humanos, así como la importancia del vínculo intersubjetivo en la relación con el otro, olvidando que las raíces de lo bio-psíquico-social del ser humano tienen que ver también con las ciencias psicológicas y psicosociales. El punto de vista neurocientífico actual se está aproximando cada vez más a una comprensión del desarrollo humano de naturaleza esencialmente relacional en el que se integran, potenciándose mutuamente los aspectos físicos con los psíquicos a través de la interacción con el otro que permite una reprogramación de lo biológicamente programado. Los trastornos psíquicos y del desarrollo serían no el resultado de los desajustes y disfunciones interactivas sino reorganizaciones adaptativas del programa inicial para seguir evolucionando.

Sabemos que funciones muy relacionadas con el TDAH –tales como la regulación emocional y afectiva, la modulación del temperamento, la interiorización de las estructuras psíquicas que determinan la organización de la conducta y la personalidad– y la organización del sustrato básico, los circuitos neuronales y huellas mnésicas, que las sustentan, dependen del encuentro del programa genético humano con el entorno familiar. Las investigaciones neurobiológicas actuales sobre la organización cerebral temprana confirman que el bebé humano nace programado genéticamente para entrar en relación desde el nacimiento, y también, que la influencia de esta relación con el entorno social, afectivo y corporal, activa y reordena la expresión –fenotípica– de las potencialidades innatas – genotípicas–, con lo que el programa genético determinante del desarrollo psíquico y cerebral queda abierto a los fenómenos –epigenéticos– (reguladores de la expresión genética) de espiral relacional interactiva, de los que es inseparable.

En términos neurofisiológicos, se ha propuesto como fórmula sintética, como muy acertadamente nos recuerda el Dr. Juan Manzano (2004, 2005) que el cerebro del recién nacido, está programado (genéticamente) para entrar en relación con la  persona que le cuida, y para reprogramarse (epigenéticamente) en función de esa relación. El desarrollo humano es por consiguiente concebido como la modificación adaptativa del programa innato en contacto con el otro.

Este modelo -relacional, evolutivo y adaptativo- de comprensión del desarrollo humano y sus desviaciones psicopatológicas, nos permite tener una visión más comprensiva con los síntomas y trastornos en tanto que representan un trabajo de reorganización adaptativa que desarrolla la persona afectada para vivir con menos sufrimiento, en situaciones adversas que no puede cambiar.

Desde esta perspectiva, nos vemos obligados a pensar la ayuda terapéutica como un proceso evolutivo co-construido y desarrollado con el paciente, su familia, y si es posible, también con la escuela. Con la ayuda relacional adecuada, hemos visto que se puede cambiar la estructura de la personalidad y el modo de relación, (consigo-mismo y con los demás) desarrollando otra más funcional, menos sintomática, más evolutiva, más adaptada al entorno, y más cercana a un desarrollo normalizado.

Más allá de esta realidad que no se está teniendo en cuenta, en el momento actual, asistimos al devenir de una clínica cada vez menos dialogante, más indiferente a las manifestaciones del padecimiento psíquico, aferrada a los protocolos y a tratamientos exclusivamente paliativos para las consecuencias, y no para sus causas. Tal y como dice G. Berrios (2010) «Nos enfrentamos a una situación paradójica en la que se les pide a los clínicos que acepten un cambio radical en la forma de desarrollar su labor, (ej. Abandonar los consejos de su propia experiencia y seguir los dictados de datos estadísticos impersonales) cuando en realidad, las bases actuales de la evidencia no son otras que lo que dicen los estadísticos, los teóricos, los gestores, las empresas (como el Instituto Cochrane) y los inversores capitalistas que son precisamente aquellos que dicen donde se pone el dinero».

Por otra parte, pensando en la influencia del contexto social actual sobre los niños y adolescentes con TDA/H, la pregunta que podemos hacernos es: ¿qué es lo que en nuestra época, lleva a tantos niños a fracasar en su vínculo con la institución escolar? Podríamos decir que todo niño, en principio, está desvalido. Que una cuestión fundamental es que haya otros que puedan hacerse cargo de él para que no quede expuesto a sus propias urgencias pulsionales, para gestionar tanto sus necesidades como sus deseos y para tolerar sus afectos. Es decir, son los otros, en tanto protectores y continentes, los que permiten transformar el desvalimiento inicial en posibilidad de futuro. Pero esos otros están a su vez marcados por la sociedad en la que viven, que tiene ciertas características.

Vivimos en un mundo permanentemente cambiante, en el que es notoria la aceleración del tiempo. Hay que correr con el temor de «quedarse afuera». ¿Qué sensación de desvalimiento, de exigencia excesiva, de insatisfacción, puede generar el hacer partícipes a los niños de nuestra propia aceleración? Se espera que demuestren cotidianamente sus posibilidades como futuros productores a través de su rendimiento escolar, de las posibilidades competitivas, de la multiplicidad de saberes que se les imponen. En la era de la productividad, el niño ha pasado a ser, él también, medido con esa vara. Todo está pautado, hasta el jugar… ¿No se confundirá al niño con un adulto en pequeño? Y el juego, como posibilidad creativa y ocupación fundamental del niño, ¿qué lugar ocupa? (Janin, 2007). No se puede pensar un síntoma si no es en relación con el momento en el cual aparece. El síntoma se inscribe en una época particular y va a expresar el malestar proveniente de elementos que toma del entorno cultural, de sus mitos y creencias, sus significantes.

El ser humano es efecto de una historia, su historia particular, por eso es imposible pensarlo en forma aislada, debemos pensar en qué situaciones, momentos y con quienes se da este funcionamiento. La familia y la escuela son instituciones que inciden notablemente en la constitución de un sujeto. A la vez no podemos dejar de pensar que estas instituciones pertenecen a una sociedad particular, nuestra sociedad.

Los profesionales que valoramos la importancia de la psicopatología como herramienta indispensable para la comprensión, diagnóstico y tratamiento de los trastornos mentales, defendemos la existencia de un modelo sanitario, donde la palabra sea un valor a promover y donde cada paciente sea considerado en su particularidad. La defensa de la dimensión subjetiva implica una confianza en lo que cada uno pone en juego para tratar aquello que en él mismo se revela como insoportable, extraño a sí mismo, pero sin embargo, familiar.  Además, manifestamos nuestra repulsa a las políticas asistenciales que persiguen la seguridad en detrimento de las libertades y los derechos. A las políticas que, con el pretexto de las buenas intenciones y de la búsqueda del bien del paciente, lo reducen a un cálculo de su rendimiento, a un factor de riesgo o a un índice de vulnerabilidad que debe ser eliminado, poco menos que a la fuerza.

Para cualquier disciplina, la aproximación a la realidad de su objeto de estudio se hace a través de una teoría. Este saber limitado no tendría que confundirse con La Verdad, pues, supondría actuar como una ideología o religión, donde cualquier pensamiento, acontecimiento o incluso el lenguaje utilizado, está al servicio de forzar el vínculo entre saber y verdad. Todo clínico con un cierto espíritu científico sabe que su teoría es una herramienta de acercamiento a una realidad siempre más plural y cambiante, y donde las categorías encontradas han de dejar espacio a la manifestación de esa diversidad, permitiendo así una ampliación tanto teórica como práctica. Esta concepción se opone a la idea de que obligatoriamente y prescriptivamente las cosas son y han de funcionar de determinada manera.

Todos sabemos las consecuencias de esta posición que va de lo orientativo a lo normativo, prescriptivo para, finalmente, convertirse en coercitivo. Es ahí donde el saber se convierte en el ejercicio de un poder sancionador, en un sentido amplio, de lo que obedece o desobedece a ese canon. Ordenación de la subjetividad al Orden Social que reclaman los mercados. Todo para el paciente sin el paciente. Un saber sin sujeto ya es un poder sobre el sujeto. Autoritarismo científico, lo llama Javier Peteiro (2010) que muestra además en su interesante libro, como se confunde lo científico con lo pseudocientífico que él califica de cientifismo. Por todo esto queremos manifestar nuestra oposición a la existencia de un Código de Diagnostico Único, Obligatorio y Universal.

Un Manual como el DSM (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la American Psychiatric Association en sus diferentes versiones), que no toma en cuenta la historia, ni los factores desencadenantes, ni lo que subyace a un comportamiento, obstruye las posibilidades de pensar y de interrogarse sobre lo que le ocurre a un ser humano. Esto atenta contra el derecho a la salud, porque cuando se confunden signos y síntomas con patologías, se dificulta la realización del tratamiento adecuado para cada paciente. Además, con el argumento de una supuesta posición ateórica, el DSM responde a la teoría de que lo observable y cuantificable puede dar cuenta del funcionamiento humano, desconociendo la profundidad y complejidad del mismo, así como las circunstancias histórico-sociales en las que pueden suscitarse ciertas conductas. Más grave aún, tiene la pretensión de hegemonizar prácticas  que responden a intereses que poco tienen que ver con los derechos de los niños y sus familias (Manifiesto en favor de una Psicopatología Clínica y no estadística,  2011)

El modelo a-teórico del que hace gala el DSM, que se ha querido confundir con objetividad, ha sido elaborado mediante consenso no clínico, por un comité de expertos, carente de un modelo psicológico y psicosocial  del desarrollo humano que nos permita comprender sus desviaciones hacia la psicopatología. Se podría decir que el DSM se basa en un modelo psicofisiológico de clasificación diagnóstica, basado en enunciados descriptivos, que se termina  transformando en enunciados identificatorios.

Esto supone un grave peligro para la clínica de las sintomatologías psíquicas,  promoviendo que los nuevos clínicos estén deliberadamente formateados que no formados, en la ignorancia de la psicopatología clásica, pues, ésta responde a la dialéctica entre teoría y clínica, entre saber y realidad. Psicopatología clínica que ya no se enseña en nuestras facultades ni en los programas de formación de los MIR (Médico Interno y Residente) y PIR, (Psicólogo Interno y Residente). Y sin embargo, se les alecciona en el paradigma de la indicación… farmacológica: universalización prescriptiva para todos y para todo, que en nada se diferencia de una máquina expendedora de etiquetas y dispensadora de medicación. El resultado que denunciamos es un desconocimiento de los fundamentos de la psicopatología, una ceguera importante a la hora de explorar a los pacientes y, en consecuencia, una limitación más que considerable a la hora de diagnosticar y por ende, tratar al paciente. No olvidemos que un diagnóstico acertado es lo que permite un tratamiento adecuado.

Como ejemplo de una práctica clínica diferente, citaré dos aspectos de lo que sería una buena praxis, un libro sobre el TDA/H y un manifiesto europeo sobre la psicopatología clínica.

En el interesante libro titulado “Hiperactividades y déficit de atención. Comprendiendo el TDAH” publicado en 2012, sus autores plantean que valdría más seguir los criterios del Manual de Clasificación Internacional de Enfermedades, CIE-10, editado y publicado por la Organización Mundial para la Salud, OMS, que el DSM-IV y DSM-V, ya que frecuentemente lo que se denomina comorbilidad es en realidad el diagnóstico real de lo que le pasa al paciente y la hiperactividad sería un síntoma de otro tipo de patología como una depresión o un trastorno psicótico.

Este libro pretende reflexionar acerca de las causas, el diagnóstico y el tratamiento de este síndrome o trastorno, teniendo en cuenta la complejidad del funcionamiento mental precoz, la estructuración del pensamiento, en especial de la atención, y la interacción entre las vulnerabilidades del niño y la influencia del entorno.

Constatan sus autores que muchos niños son diagnosticados de TDAH y tratados casi exclusivamente con fármacos, con el riesgo que ello supone de conducir a una medicalización y cronificación del problema. El tratamiento farmacológico sin un abordaje psicológico puede producir mejoría sintomática, pero no aporta la maduración y el progreso que sería deseable.

Nos explican que el impacto con el que llegan a consulta los padres e hijos diagnosticados de TDA/H es similar al que podrían tener después de que el endocrino le haya diagnosticado a su hijo una diabetes infantil. Se le crea en estos casos al niño, una identidad difícil de cuestionar. Se les suele decir, “el niño es un TDA/H y la medicación que se le prescribe es tan importante para él como lo sería la insulina para el diabético”. La certeza y contundencia con la que determinados sectores profesionales dan a este diagnóstico, hace que sea muy complicado, incluso con el paso del tiempo, que se pueda revisar este diagnóstico y su correspondiente tratamiento farmacológico.

Si la detección  del problema ha sido correcta, es más fácil el abordaje terapéutico, e incluso el posible cambio en la mirada y comprensión del niño. Sin embargo, cuando ha pasado mucho tiempo con esta etiqueta que comentamos, quiere decir que tanto el niño como su familia han hecho un largo recorrido: muchos cambios de escuela, expulsiones, problemas en el núcleo familiar o con el vecindario, e incluso si el niño es de más edad, con la justicia. Es entonces cuando la necesidad de encontrar una salida al sufrimiento vivido se hace imperiosa y la medicación puede aparecer como necesaria para siempre. En estos casos, habrá que dar el tiempo, las explicaciones y la contención necesarios para plantear cambios en el tipo de tratamiento, sobre todo, cuando se trate de disminuir o retirar la medicación. En estos casos como en otros muchos, el vínculo de confianza que establecemos con el paciente y su familia es de una importancia fundamental.

Sus autores, del equipo de la FETB, Fundación Eulalia Torras de Beà en Barcelona, asesorados por el Dr. Lasa, explicitan un posicionamiento muy claro en cuanto a empleo de medicación en este trastorno. Lo primero es intentar el tratamiento con medidas psicoterapéuticas, psicoeducativas y de acogida contenedora del niño, de su familia y de la escuela, para en un segundo término, si la situación es lo suficientemente grave y los otros tratamientos no han estado suficientemente resolutivos, abordar entonces el tratamiento farmacológico.

La aportación psicoanalítica de los tratamientos descritos en el libro, se desprende del tipo de abordaje donde la escucha y comprensión del sufrimiento, así como la contención del mismo, se hacen y presentan a través de una actitud próxima, clara y sencilla de los terapeutas y autores del libro.

Dejan muy claro los autores que la psicoterapia no se dirige solamente a disminuir el síntoma o conseguir un cambio en  el comportamiento del niño, sino también a organizar el pensamiento y las emociones, reduciendo o resolviendo las causas que han desencadenado el síntoma, capacitando al niño para afrontar nuevas situaciones. Destacan que se trata de tener en cuenta la personalidad del niño y también, las características de su entorno para ayudar en lo posible a los pacientes, a sus padres y a la escuela, teniendo en cuenta sus capacidades y dificultades.

Este libro presenta además el atractivo añadido de una interesante, útil y completa guía de práctica clínica sobre el TDA/H.

Veamos ahora algunos aspectos de la posición de la AEPEA, Asociación Europea de Psicopatología del Niño y del Adolescente que compartimos, expresada a través de su manifiesto (Manifiesto a favor de un abordaje psicopatológico del funcionamiento mental”, 2010).

La Asociación Europea de Psiquiatría Infantil y del Adolescente (AEPEA) nació de un deseo de promover un modelo para comprender la psicopatología, tanto en nuestra práctica clínica y terapéutica con niños, como en nuestra investigación teórica. Este modelo es para nosotros portador de un espíritu de apertura, incluso si afirma enérgicamente ciertos principios que proponemos recordar aquí.

La psicopatología toma ante todo como objeto de estudio el sistema de representaciones internas del niño, su funcionamiento, su lógica, sus secuencias y sus significados. Postula que todo niño, independientemente de la gravedad de su estado, es portador de una vida psíquica propia y que su trastorno psíquico se encuentra dentro de un sistema que posee su propia coherencia interna, organizando las modalidades de relación el niño. También está estudiando el vínculo inter-psíquico establecido entre el niño y sus padres: la naturaleza de las proyecciones, de las investiduras, de los escenarios de fantasía compartida entre ellos. La psicopatología sin ser causalista, no por ello concede un papel menor en el curso evolutivo de la afección a lo que acontece entre padres e hijos a través de este vínculo.

La comprensión psicopatológica sitúa al niño en su contexto socio-educativo. Tiene en cuenta las múltiples deficiencias del entorno social o el peso de los acontecimientos que marcan la vida del niño. No obstante, le da menos importancia al suceso traumático que al impacto que representa la significación del evento en la psiquis del niño, así como la forma en que se reorganiza en el transcurso de esta experiencia.

El abordaje psicopatológico es  muy sensible con los análisis del funcionamiento psíquico y su inclusión en las estrategias terapéuticas. El uso de psicofármacos en niños y adolescentes debe ser parte de esta visión de conjunto. Es desde esta perspectiva que la psicopatología ayudará a comprender mejor el impacto de los medicamentos psicotrópicos en los procesos psíquicos.

El enfoque psicopatológico no descuida otros aspectos de los conocimientos psiquiátricos. No subestima el valor de los modelos de los descubrimientos de la neurociencia, de la neuropsicología cognitiva y de la genética. Tampoco desconoce el interés del enfoque nosográfico, incluso si se sitúa más bien en una perspectiva trans-nosográfica que le lleva a delimitar su propio campo de investigación y objetos de conocimiento. – La psicopatología es una práctica. Los modelos teóricos que ofrece se basan en esta práctica, al mismo tiempo que la alimentan. No es unificable, ni en cuanto al método, ni en cuanto al nivel epistemológico. No propone un modelo de referencia inequívoca, aunque el modelo psicoanalítico sea una referencia esencial. En su diversidad, la psicopatología debe permanecer inmune a los riesgos del dogmatismo y el confinamiento en teorías estáticas que pudieran invalidar su acción.

La psicopatología permite que cada uno tenga una representación personal, no reduccionista, de las preocupaciones del niño, de sus inquietudes, de sus expectativas, y de su capacidad para acoger las aportaciones terapéuticas. Es una herramienta teórica y práctica, viva, dinámica y abierta a las contribuciones externas que permitan la comprensión del funcionamiento mental en su complejidad y diversidad.

La influencia de la psiquiatría estadounidense

Es un hecho evidente, guste o no, el predominio actual (cultural, científico, ideológico y económico) que pretende y ejerce, lo diga o no, la psiquiatría estadounidense. O más exactamente, las corrientes de la psiquiatría estadounidense más influyentes y con más poder. Y no se trata sólo de la sobradamente criticada implantación universal, con sus aciertos y sus limitaciones, del DSM. Hablamos también de su influencia en la financiación de las investigaciones y en su metodología; en su inclusión-exclusión en las revistas de alto factor de impacto; en su capacidad (pretendida o exitosa) de decidir qué es científico y qué no; en el diseño de los perfiles de profesionales adecuados para las instituciones más relevantes y también, no seamos ingenuos, en su promoción y selección. Y nos referimos, tema espinoso, a su independencia o subordinación, de su principal fuente de estimulación y financiación: la industria farmacéutica que –asociada a potentísimos lobbys de información, opinión e influencia– se mantiene en permanente tensión entre sus dos obligaciones: la ética –hacer avanzar la investigación científica en bien de la humanidad– y la económica –obtener los beneficios exigidos por sus inversores-.

Las peculiaridades del sistema sanitario estadounidense, de sus respuestas asistenciales y de sus particulares criterios de financiación y de reconocimiento de prestaciones pagables o no, tampoco son ajenas al debate  y controversia generados en torno al TDAH y deberían tomarse en consideración, antes de generalizar conclusiones maniqueas que lo idealicen o lo descalifiquen globalmente. Por tanto el debate no es sólo científico-clínico. Es más complejo. Lo queramos o no, nuestra práctica, clínica y terapéutica, está atravesada por otros elementos y, como siempre en la historia de la ciencia, el debate científico, por más que busque la independencia, no está exento de la interferencia de factores e intereses sociales, económicos y político-ideológicos (Lasa, 2007).

Evolución asistencial del TDA/H

Desde el punto de vista asistencial, parece confirmarse una tendencia al desplazamiento del TDAH hacia el terreno de “lo neurológico”, que lo aleja de su comprensión y conceptualización como trastorno psíquico y que, en consecuencia, podría estar llevando las responsabilidades y decisiones terapéuticas hacia profesionales no especialistas en psiquiatría y salud mental, al terreno de la pediatría y la atención primaria, que no necesitan reflexión psicopatológica alguna para responder rápida y fácilmente con tratamientos sintomáticos. Y tampoco hacen falta muchos estudios para constatar que, cada vez más, los niños llegan a los servicios especializados con diagnósticos y prescripciones exclusivamente medicamentosas realizadas previamente por no especialistas.

Cabe preguntarse si, de confirmarse esta tendencia, no llegaremos a una situación que separe las hiperactividades y su tratamiento, en “psiquiátricas” y “neurológicas”. Este supuesto está, favorecido por ciertas concepciones de las llamadas “co-morbilidades”, y no dudamos en calificarlo de “riesgo” porque puede estar fragmentando una realidad clínica compleja, que no gana nada con la apariencia simplificadora de no serlo, y porque está conllevando en muchos casos una respuesta terapéutica única, los derivados anfetamínicos, y además insuficiente, porque la envergadura de las dificultades psicológicas queda inexplorada e infradiagnosticada.

Podemos ilustrarlo con un ejemplo; la actitud que consiste en: tratemos primero la hiperactividad –“puramente neurológica”– con psicoestimulantes y luego, si no responde favorablemente, que se le haga, al niño, una exploración psiquiátrica “para ver si hay otras comorbilidades”. Esta posición insulta a la lógica terapéutica porque desconoce la compleja multifactorialidad del desarrollo evolutivo y de la organización del psiquismo y además conduce a ignorar y desatender factores etiopatogénicos y de riesgo fundamentales a pesar de que son los que pueden abrir el campo a intervenciones preventivas. Nos referimos en particular, a todos los asociados a factores relacionales que, aunque suele olvidarse con la osadía propia del desconocimiento, tienen mucha influencia en las modificaciones temperamentales, en la organización neurobiológica del cerebro y en la expresión definitiva de potencialidades condicionadas, pero no totalmente determinadas, por el equipamiento genético (Lasa, 2007).

Tomando las palabras de Roger Misès, “este trastorno está fundado sobre una colección de síntomas superficiales, invoca una etiopatogenia reductora que apoya un modelo psicofisiológico, lleva a la utilización dominante o exclusiva del metilfenidato, la presencia de una comorbilidad es reconocida en casi los dos tercios de casos, pero no se examina la influencia que los problemas asociados pueden ejercer sobre el determinismo y las expresiones clínicas del síndrome. Finalmente, los modos de implicación del entorno familiar, escolar y social no son ubicados más que como respuestas a las manifestaciones del niño -nunca como implicados en su producción”- (Misès, 2001).

En contra de la concepción reduccionista de las problemáticas psicopatológicas y de su tratamiento, incluido el TDA/H

Asistimos en nuestra época a una multiplicidad de «diagnósticos» psicopatológicos y de terapéuticas que simplifican las determinaciones de los trastornos infantiles y regresan a una concepción reduccionista de las problemáticas psicopatológicas y de su tratamiento. Esta concepción utiliza de modo singularmente inadecuado los notables avances en el terreno de las neurociencias para derivar de allí, ilegítimamente, un biologismo extremo que no da valor alguno a la complejidad de los procesos subjetivos del ser humano. Procediendo de manera sumaria, esquemática y carente de verdadero rigor científico se hacen diagnósticos y hasta se postulan nuevos cuadros clínicos a partir de observaciones y de agrupaciones arbitrarias de rasgos, a menudo basadas en nociones antiguas y confusas. Es el caso del llamado síndrome o trastorno de “Déficit de atención con y sin hiperactividad” (TDA/H) (Lasa, 2001; Cáceres, 2000; Misés, 2004; Golse, Armstrong, 2000; Morin,  1994; Fourneret, 2004).

No desconocemos la importancia de los trastornos neurológicos, de los desarrollos actuales en neurología y del recurso de la medicación como algo privilegiado en ciertas patologías. Pero consideramos que en este caso se atribuye a un déficit neurológico no comprobable problemas muy diferentes (Tallis, 2004; Rodulfo, M. 2005; Solter,  1998).

El TDA/H; ¿entidad nosológica única con comorbilidades añadidas o manifestaciones clínicas diferentes en función de su etiología y etiopatogenia?

Hay consenso en la comunidad científica respecto a que lo que se denomina TDA/H refleja situaciones complejas, ligadas a diferentes patologías. Sin embargo, esto suele no ser tomado en cuenta (Lasa, 2001; Cáceres, 2000; Valentin, 1996; Daumerie, 2004; Gibello, 2004; Warren, 1997, Gaillard, 2004).

El TDA/H puede no ser una única entidad y ser un nombre para un grupo de trastornos con diferentes etiologías y factores de riesgo… así como con diferentes desenlaces clínicos, más que una entidad clínica homogénea. En este caso, cualquier esfuerzo por encontrar un mecanismo común tanto si es anatómico como puramente psicológico, parece condenado al fracaso en la medida en que tratamos los síntomas superficiales como fenómenos unitarios en vez de como procesos de los múltiples componentes que en realidad son (Biederman, Faraone and Lapey, 1992; Barkley, 1997; Swanson et al, 1998; Brown, 2000).

Etiología y etiopatogenia

Las hipótesis sobre la causa del TDAH han evolucionado desde una teoría simple, unicausal, a una visión compleja, de un trastorno multifactorial, causado por la confluencia de varios tipos de factores de riesgo (genéticos, biológicos, del entorno, psicosociales) que tienen, cada cual, un pequeño efecto en el incremento de la vulnerabilidad al trastorno, a través de efectos aditivos e interactivos…. cuando la acumulación de vulnerabilidad de un individuo excede un umbral, él o ella manifiestan signos y síntomas de TDA/H”…”conforme a este modelo multifactorial un solo factor causal no es ni necesario ni suficiente para iniciar el trastorno y todos estos factores son intercambiables… sólo su número total es importante”…..”este modelo multifactorial es concordante con la constatada heterogeneidad de su fisiopatología y de su expresión clínica”. “Aunque los estudios de imagen cerebral han documentado cambios patológicos, funcionales y estructurales, en circuitos fronto-subcórticocerebelosos, los métodos de imagen no pueden ser usados como métodos de diagnóstico. El mismo punto de vista es el acertado para las variantes genéticas asociadas con TDA/H” (Biederman, 2005; Biederman y Faraone, 2005).

Respecto a las alteraciones cerebrales halladas por el método de neuro imagen cerebral, podemos considerarlas no solamente como la causa sino como el efecto que sobre el funcionamiento y estructuración del cerebro haya podido tener la interacción del sujeto con su entorno intra y extra uterino. “Uno de los más profundos hallazgos en la neurociencia de la conducta en los años recientes ha sido la clara evidencia de que el desarrollo del cerebro está moldeado por la experiencia.” (Sroufe, 2012).

En cuanto a los hallazgos fisico-químicos, éstos apuntan al metabolismo de las catecolaminas (dopamina y norepinefrina), que explicarían el papel del metilfenidato (que inhibe el transporte de dopamina y bloquea su recaptación, así como la de la norepinefrina) y también parecen correlacionarse con las modificaciones metabólicas halladas en las áreas cerebrales fronto-subcorticales, así como con los hallazgos de la genética molecular que vinculan la posible influencia sobre los receptores y transporte de dopamina con diversas regiones cromosómicas. Todo ello en su conjunto configura la evidencia científica actual respecto a las bases neurobiológicas sobre las que asienta el trastorno. Es muy distinto afirmar que el metilfenidato actúa aumentando los niveles de dopamina a asegurar que la causa del TDA/H radica en un déficit de neurotransmisores. Los estimulantes como el metilfenidato, conseguirían liberar más dopamina paliando el supuesto déficit pero sólo en un primer momento, pues en poco tiempo se produce un mecanismo de neuroadaptación a través del descenso tanto de receptores en la neurona postsináptica como de dopamina liberada desde la presináptica.

Suponer que la ingesta de psicofármacos origina efectos estables a largo plazo no tiene base biológica, además de las imprevisibles consecuencias que estas moléculas pueden conllevar al ejercer su acción en sistemas nerviosos en plena formación y desarrollo. Otro efecto también descrito en niños, ha sido el denominado síndrome de discontinuidad, según el cual tras una interrupción brusca del estimulante aumentarían hasta en un 50% los transportadores de dopamina en el cuerpo estriado. En el fondo no sería sino una nueva actividad compensadora del organismo para restablecer el balance inicial de neurotransmisores.

Hoy día, son numerosas las llamadas de atención para evitar la confusión entre la evidencia de que hay “bases neurobiológicas” sobre las que se sostiene y transcurre el psiquismo y la afirmación de una causalidad lineal directa atribuible a una alteración biológica o electroquímica concreta.

Hacia una perspectiva integradora

Los avances efectuados en neurociencias nos impiden pensar como antes, considerando que el proceso de maduración orgánica del ser humano, transcurría en paralelo con respecto a su desarrollo psíquico y psicosocial. Actualmente sabemos que el desarrollo genético-neuro-biológico del ser humano está estrechamente conectado y entrecruzado con el desarrollo psíquico y cerebral, a través de una relación de interdependencia mutua. Sin olvidar que ambos, dependen para su evolución, de la interacción con el ambiente.

Citaré brevemente varios de los avances de las neurociencias que fundamentan esta realidad que acabamos de comentar:

-Lo genético y lo ambiental: Los avances logrados en la investigación epigenética, muestran la estrecha interacción genoma-ambiente o mejor dicho, persona-ambiente-estilo de vida, en cuanto a la posibilidad o no de que los genes se expresen (mediante mecanismos de activación-desactivación, que no es lo mismo que mutación genética) facilitando o evitando la aparición de un determinado trastorno o enfermedad. Es la epigenética la que ofrece más posibilidades de avance en el estudio de las enfermedades y trastornos que hasta hace bien poco se creía que estaban genéticamente determinados. Lo genético predispone pero no determina el porvenir de la persona. El genoma nos da una tendencia a ser de cierta manera, pero es cómo vivimos lo que hace que seamos de una forma determinada. Lo que hacemos con lo genético; cómo vivimos, comemos, sentimos y pensamos, también influye en lo que somos.

Desde la genética se da un papel fundamental a la causalidad pluri-genética, (red de genes interactuando entre sí dentro del mismo genoma) y multifactorial (factores múltiples y diversos) así como a la interacción del sujeto y de lo genético-constitucional con el entorno, en cuanto a la aparición y desarrollo o no, de alteraciones, (incluso morfológicas) y enfermedades que genéticamente predisponen al sujeto que las tiene a padecerlas pero que no determinan su posible padecimiento.

-La plasticidad neuronal: El concepto de plasticidad cerebral permite ver y comprender las influencias que el medio ambiente ejerce sobre el cerebro, su constitución y transformación. El cerebro posee una extraordinaria plasticidad neuronal en cuanto a su conectividad y función en todos los niveles de organización. La plasticidad neuronal se refiere a los cambios que ocurren en la organización del cerebro en áreas neocorticales y en áreas relacionadas con la memoria como resultado de una experiencia. Una actividad del cerebro asociada a una función determinada puede localizarse en otra área como consecuencia de una experiencia normal, de un daño cerebral y/o de una recuperación posterior. Este descubrimiento, permite relativizar la posición de los que defienden que regiones determinadas del cerebro ejercen siempre unas determinadas funciones.

Las investigaciones de Erick Kandel, (psiquiatra y neurofisiólogo), -que obtuvo el Premio Nobel de Medicina en el año 2000 estudiando los circuitos de la memoria-, han logrado demostrar que el aprendizaje y las experiencias son las que modelan la estructura del cerebro y su funcionamiento; que la memoria constituye la espina dorsal  de nuestra vida mental y que los recuerdos condicionan nuestra existencia (Kandel, E. R. 2001; 2007).

El desarrollo del cerebro requiere de formas específicas de experiencia para dar origen y promover el crecimiento de los circuitos neuronales involucrados en los procesos mentales tales como la atención, la memoria, la emoción y la auto-reflexión. Es condición necesaria la interacción adecuada con los adultos cuidadores, para lograr el desarrollo de las estructuras nerviosas responsables de estas funciones en el niño pequeño.

La neurogénesis cerebral: No solamente es modelable el desarrollo cerebral a través de la influencia ambiental sino que además, se ha descubierto que la producción y regeneración de las células del sistema nervioso central (neurogénesis) no es patrimonio exclusivo de la infancia y adolescencia como se creía antes; ocurre en el adulto, y puede persistir en la vejez.

Las neuronas espejo: La investigación en neurociencias ha puesto en evidencia que la capacidad de relacionarse y comunicarse con empatía con el otro, tiene su  correlato anatómico-fisiológico en redes neuronales llamadas “neuronas espejo” en alusión a la relación especular que se establece con el otro a través de la empatía, que sería la capacidad de ponerse en el lugar del otro en lo emocional y en lo cognitivo (unión con el otro) sin confundirse con él (separación del otro y diferenciación del otro). Es como si el sujeto observador, pudiese vivir de forma “virtual” la experiencia del otro en la interacción que mantiene con él. Gracias a esta capacidad, a la vez neurológica, (neuronas espejo), y psicológica, (emocional y cognitiva), el ser humano, en etapas muy precoces de su desarrollo psíquico, puede compartir la experiencia emocional y cognitiva con el otro así como predecir y anticipar  sus intenciones y respuestas, facilitando de esta forma, el ajuste y adaptación recíprocos en la interacción entre ambos. Este descubrimiento nos permite considerar la comunicación y comprensión empática como la base de toda interacción facilitadora del desarrollo psíquico y cerebral del  ser humano.

Desde una visión integradora de los dos modelos de abordaje del TDA/H (fisiológico y psicopatológico) lo que ha sido considerado hasta ahora por el modelo fisiológico y fisiopatológico como co-morbilidades, es decir patologías secundarias asociadas al trastorno de base, podría verse como manifestaciones de entidades clínicas asociadas a factores etiológicos y patogénicos diferentes que por tanto, requieren de tratamientos específicos diferentes. Esta comprensión clínica y enfoque psicopatológico, pondría de relieve la importancia del diagnóstico basado no solamente en el abordaje multifactorial y relacional del trastorno sino también, de lo fundamental de un diagnóstico diferencial que permita, siguiendo criterios de inclusión y de exclusión, afinar y acertar en el diagnóstico, asegurando así, un adecuado tratamiento.

No olvidemos que los malestares psíquicos son un resultado complejo de múltiples factores, entre los cuales las condiciones socio-culturales, la historia de cada sujeto, las vicisitudes de cada familia y los avatares del momento actual se combinan con factores constitucionales dando lugar a un resultado particular.

Últimamente, parece considerarse de nuevo la importancia de la utilización y el estudio que desde la psiquiatría tiene el abordaje psicopatológico del sufrimiento psíquico como una herramienta indispensable no solamente para la comprensión de los trastornos mentales y su adecuado tratamiento, sino también, para la práctica clínica y la investigación en el ámbito de la salud mental. Estamos pues en un momento crucial en el que empieza a considerarse seriamente como posible, el encuentro integrador entre la psiquiatría, la psicopatología, las neurociencias, la práctica clínica y la investigación.

A partir de la reciente publicación del interesante e importante artículo, “Psychopathology as the basic science of Psychiatry, de Stanghellini y Broome (2014)  así como de este otro artículo de  Catone, Lindau y Broome, “Phenomenological psychopathology as a core science for Psychiatry” (2014) los editorialistas del  prestigioso British Jornal of Psychiatry consideran en su artículo editorial que lleva por título “La indispensable psicopatología” que esta disciplina científica debería constituir «el corazón de la psiquiatría». Dicen en su artículo editorial firmado por el Dr. Alain Cohen, que su enseñanza debería ser el pasaje obligado para la formación de los profesionales de la salud mental y un elemento clave, compartido por los clínicos e investigadores en este ámbito.

Este argumento sobre la importancia de la psicopatología se impone por al menos seis razones:

1- La psiquiatría representa una disciplina heterogénea dado que el abordaje de esta disciplina es de origen diverso por parte de los profesionales (psicoanalítico, conductual, cognitiva, neurociencias, sociología…..). Es pues necesario encontrar un terreno de entendimiento y un lenguaje comparable. Para los clínicos con una concepción teórica tan diferente y variada, la psicopatología puede ofrecer un denominador común que permita una comprensión mutua de los trastornos mentales.

2- El recurso a la psicopatología continúa siendo muy útil en presencia de definiciones de enfermedades o trastornos mentales que tienen como base los síntomas y los signos clínicos, además de las vivencias singulares y subjetivas del paciente y no las bases precisas garantizadas por las neurociencias.

3- Se puede concebir la psicopatología como un puente entre las ciencias humanas y la clínica, así como la «caja de herramientas» básica para dar sentido al sufrimiento psíquico.

4- La psiquiatría aborda la subjetividad humana anormal mientras que la psicopatología intenta definir lo que es anormal, acogiendo los elementos normales de la vida psíquica en un contexto de enfermedad o trastorno mental.

5- La psiquiatría debe cuidar a un sujeto en dificultad sin juzgarlo, marginalizarlo, castigarlo, o estigmatizarlo. La psicopatología construye el vínculo entre la comprensión y la terapia, esforzándose por establecer una base a la vez, ética y metodológica.

6- La psiquiatría busca la manera de aproximar la experiencia subjetiva e individual del funcionamiento cerebral. La psicopatología establece un puente entre la comprensión y la etiología a través de la investigación y la práctica clínica.

Al menos una parte de las dificultades para construir una psiquiatría basada en las neurociencias parece provenir de  un conocimiento insuficiente de la psicopatología y un saber fundamental en este terreno constituye una condición prealable para un abordaje explicativo que podría dar un nuevo impulso a la psiquiatría biológica.

Terminan diciendo los autores que este lugar central de la psicopatología es necesario para realizar la ambición de los psiquiatras de aportar una mejor y más clara comprensión de los trastornos mentales (Staghellini y Broome, 2014)

Lamentablemente, la evolución progresiva que ha tenido la elaboración del DSM y CIE ha sido la de tener cada vez más en cuenta los criterios estadístico-descriptivos que los psicopatológicos. En el DSM-III y en el CIE-9, todavía había referencias a un modelo psicológico del desarrollo humano que servía de base a un enfoque psicopatológico de sus trastornos. Referencias que han desaparecido completamente en las versiones sucesivas.

Afortunadamente, en un país como Francia, donde la comprensión psicodinámica y el enfoque psicopatológico del desarrollo humano, de su funcionamiento mental y de sus trastornos sigue todavía vigente en muchos de los servicios públicos de salud mental y en algunas de sus Universidades que forman a psiquiatras y psicólogos, se utilizan otras herramientas útiles para un diagnóstico psicopatológico, evolutivo, contextual y estructural de la personalidad que nos permite comprender mejor el sentido y función que tienen los síntomas de quien padece esos trastornos, sin aislarlos de su historia vital que no solamente es personal, sino también, familiar y social. Me refiero a la Clasificación Francesa de los Trastornos Mentales del niño y del Adolescente (CFTMEA-R-2000) elaborada por Roger Misès y su equipo de colaboradores. En la presentación que hace de ella, Misès (1990) dice lo siguiente:

“La elección de las clasificaciones jamás es neutra, debe sostener la organización y finalidad de los sistemas de salud, y permitir el desarrollo de opciones abiertas no reduccionistas. La Clasificación Francesa de los Trastornos Mentales del Niño y del Adolescente (CFTMEA) se inscribe en esta corriente: es una clasificación bi-axial, estadística, con un glosario que aporta criterios precisos de inclusión y exclusión, compatible con el CIE-10 de la O.M.S., lo cual asegura una posibilidad de utilización en el plano internacional.

El equipo de redacción se esforzó en desprender los puntos de acuerdo fundamentales de orden clínico, para poder ser utilizada por clínicos que no necesariamente comparten las mismas opciones teóricas, orientada tanto a prácticas de prevención como de atención ambulatoria o institucional.

El mínimo acuerdo realizado en torno a la CFTMEA no prohíbe en nada en que sea complementada por parámetros suplementarios que cualquier equipo puede desear en función de sus intereses, especialmente desde una perspectiva de investigación”.

Las clasificaciones diagnósticas en psicopatología infantil

La naturaleza no está clasificada. Las clasificaciones no son más que artefactos que los hombres introducimos en la naturaleza para entenderla y comunicarnos entre nosotros.

La psiquiatría infantil se ha basado principalmente en la clínica y ha vivido hasta hace pocos años casi al margen de las clasificaciones. Hoy todavía existen profesionales que piensan que clasificar los trastornos mentales de los niños y adolescentes es contraproducente. Aunque cada vez sean menos los que así opinan, no debe olvidarse que ésta fue la opinión de la mayoría de paidopsiquiatras o psiquiatras de niños y adolescentes durante más de la mitad del siglo XX.

El interés por clasificar las enfermedades de los niños es un fenómeno reciente. Su aparición es posterior al desarrollo de las clasificaciones en psiquiatría del adulto. No obstante actualmente las clasificaciones son fundamentales para la consolidación de una psicopatología infantil científica.

La creación de la psiquiatría científica moderna se debe en gran parte a dos hechos señalados por Weiner (1991 ): de un lado, la revolución biológica, que se inicia con el descubrimiento de las propiedades antipsicóticas de la clorpromazina (1952) y, de otro, la revolución diagnóstica que arranca de la publicación de los criterios diagnósticos de Feighner et al. (1972) que sirvieron de base al DSM-III (APA, 1980). Este representa un paso decisivo en la utilización de las clasificaciones en psiquiatría del adulto.

A partir de este momento el interés por clasificar también los trastornos psiquiátricos de los niños va en aumento. Sin embargo, la clasificación de la psicopatología infantil sigue siendo todavía muy dependiente de la nosografía pensada para el adulto, etapa en la que los síndromes y trastornos suelen estar mucho más delimitados y fijos que en el adolescente o en el niño. Esto hace que en este último decenio del siglo XX queden muchas cuestiones por resolver en la forma de clasificar la psicopatología infantil.

Aunque el profesional clínico con experiencia pueda resolver el problema psicopatológico de un niño sin acudir a las clasificaciones, éstas son imprescindibles para el progreso científico de la Paidopsiquiatría. Sin unos criterios diagnósticos operativos y un sistema clasificatorio adecuado es imposible realizar buenos estudios epidemiológicos, evaluar resultados de un tratamiento con psicofármacos o con técnicas psicológicas, hacer investigación genética de los trastornos mentales infantiles o contrastar resultados obtenidos por los estudiosos del tema en diferentes laboratorios y hospitales.

Por tanto elevar el nivel científico de la psiquiatría infantil exige plantearse trabajar con las clasificaciones. Consideramos un hecho positivo la mayor participación de paidopsiquiatras en la elaboración del DSM-IV (APA, 1994), que en las anteriores ediciones. También es esperanzador el hecho de que muchos psiquiatras franceses de tendencia dinámica y antinosográfica hasta hace poco tiempo, hayan participado en la redacción de la Classification française des troubles mentaux de l’enfant et de l’adolescent (Mises et al., 1988) que tiene el mérito de centrarse muy específicamente en los niños y adolescentes.

El enfoque psicopatológico de los trastornos mentales del niño y del adolescente, especialmente también en el caso del autismo marca también la diferencia entre las diferentes clasificaciones diagnósticas, DSM-IV, CIE-10 y CFTMEA-R-2010. En el artículo de Misès y colaboradores (2010) sobre “Clasificación del autismo y psicosis tempranas, alegato a favor de las convergencias” a los autores les parece esencial que se lleve a cabo un debate sobre los conceptos de autismo, de psicosis temprana y de disarmonía psicótica. Las diferentes clasificaciones, CFTMEA (Clasificación francesa de los trastornos mentales del niño y del adolescente, versión 2010), DSM-IV y CIM-10 se usan en la investigación, la elaboración de los diagnósticos, la puesta en marcha de los cuidados, su evaluación y su evolución. Aunque son muchos los puntos de concordancia entre ellas, la distancia comprobada entre cada una de ellas, y esencialmente con la clasificación francesa, procede probablemente del lugar otorgado por la última a la psicopatología. Ésta favorece el reconocimiento de diagnósticos diferenciales cuya importancia se nota en todas las edades y particularmente en los niños muy jóvenes. Esta capacidad de aprehender al niño en su entorno y su historia, en sus diferentes dimensiones mantiene abiertos los recursos terapéuticos, educacionales y sociales. La reversibilidad de los trastornos está integrada y observada, manteniendo este enfoque todas sus potencialidades.

En lo que respecta a la primera infancia, los alumnos del curso 2013-2014 del Máster Oficial Universitario en Psicología y Psicopatología Perinatal e Infantil, de la Universidad de Valencia, desarrollado en colaboración con ASMI, Asociación para la Salud Mental Infantil desde la gestación, han efectuado la traducción al castellano del Manual de Diagnóstico Clínico de 0 a 3 años elaborado por paidopsiquiatras franceses, manual que como en el caso anterior tiene en cuenta el enfoque psicopatológico de los trastornos mentales, enfoque tanto más importante cuanto más temprana es la edad del niño. https://es.scribd.com/doc/195532980/Manual-DC-0-3-Traducido

La detección

Para una adecuada detección del TDA/H, así como de los factores de riesgo presentes en la interacción del niño con su entorno (familiar, sanitario, educativo y social) incluyendo los signos de alarma presentes en el niño, el profesional implicado en esta tarea tendría que tener una buena alianza terapéutica o de trabajo con el niño y su familia, así como un conocimiento amplio y profundo del desarrollo del psiquismo humano para poder ver precozmente la desviación psicopatológica que supone este trastorno.

La alianza terapéutica se fundamenta en la interacción empática que se establece entre dos personas o más, con el objetivo común de conseguir unos determinados resultados. Esto supone, en el seno de una relación de ayuda, el desarrollo de un proceso co-construido en el seno de una interacción evolutiva y en espiral, que aunque asimétrica, -entre quien da y quien recibe ayuda-, supone una relación de comprensión y de ínter-dependencia recíproca, además de una colaboración y respeto mutuos. La base de esta alianza terapéutica en un sentido amplio sería la comprensión empática con las características antes descritas, que permite al terapeuta o al que presta ayuda, comprender lo que siente y lo que piensa el otro en tanto que otro, es decir, “como si” estuviese en su interior, pero sin confundirse con él. A su vez, este proceso interactivo, permite sin pedírselo, que el otro a su vez, intente comprendernos de la misma forma.

El proceso diagnóstico

Existe una generalización abusiva de este diagnóstico, y es en este momento en donde no podemos dejar de preguntarnos si estos niños desatentos e hiperactivos ¿pueden ser unificados en un diagnóstico único?

Creemos que no, ya que como sostiene Beatriz Janin “En las escuelas hay niños desatentos que se quedan quietos y desconectados, otros que se mueven permanentemente, algunos que juegan en clase, otros que reaccionan inmediatamente a cada estímulo sin darse tiempo a pensar… hay una gran variedad de niños desatentos. Y quizás cada uno de ellos tenga sus motivos particulares para no “atender” en clase. O atiendan de modos diferentes y a otras cuestiones diferentes a lo esperable.” (Janin, 2004).

Pienso que es fundamental diagnosticar, a partir de un análisis detallado de lo que el sujeto dice, de sus producciones y de su historia. Desde esta perspectiva el diagnóstico es algo muy diferente a poner una etiqueta; es un proceso que se va construyendo a lo largo del tiempo y que puede tener variaciones (porque todos vamos teniendo transformaciones).

En relación a los niños y a los adolescentes, esto cobra una relevancia fundamental. Es central tener en cuenta las vicisitudes de la constitución subjetiva y el tránsito complejo que supone siempre la infancia y la adolescencia así como la incidencia del contexto. Existen así estructuraciones y reestructuraciones sucesivas que van determinando un recorrido en el que se suceden cambios, progresiones y retrocesos. Las adquisiciones se van dando en un tiempo que no es estrictamente cronológico.

Es por esto que los diagnósticos dados como etiquetas pueden ser claramente nocivos para el desarrollo psíquico de un niño, en tanto lo deja siendo un “trastorno” de por vida. De este modo, se borra la historia de un niño o de un adolescente y se niega el futuro como diferencia.

Además, conviene tener en cuenta que si diagnosticar es nominar, esto nos lleva a un camino muy poco riguroso, porque desconoce la variabilidad de las determinaciones de lo nominado.

El sufrimiento infantil suele ser desestimado por los adultos y muchas veces se ubica la patología allí donde hay funcionamientos que molestan o angustian, dejando de lado lo que el niño siente. Es frecuente entonces, que se consideren  como patológicas, conductas que corresponden a momentos en el desarrollo infantil, mientras se resta trascendencia a otras que implican un fuerte malestar para el niño mismo.

El diagnóstico clínico psicopatológico del niño con TDA/H se basa en la conducta observada en la interacción con el niño y los padres. La interpretación de la función y significación de una conducta alterada, ausente o retrasada depende de una sólida base de conocimiento clínico. La experiencia del profesional también es muy  importante. Sin embargo, en un primer momento hay que considerar que el diagnóstico sea una hipótesis que tiene que someterse sistemáticamente a prueba. Es importante hacer un diagnóstico diferencial con otros trastornos similares y si la situación lo requiere, se hará un diagnóstico interdisciplinar. Se tendrá que escuchar ampliamente a la familia y observar cuidadosamente al paciente interactuando con ellos. Se harán pruebas psicológicas, se pasarán escalas de evaluación, si se considera necesario. Se elaborará una historia biográfica y clínica del curso del trastorno desde el comienzo, además de la historia evolutiva del niño y de su familia. Así puede diagnosticarse el TDA/H de forma bastante fiable. 

Considerar el TDA/H como una enfermedad o trastorno exclusivamente biológico-cerebral siguiendo el modelo médico, nos lleva a la aplicación del esquema siguiente, “una enfermedad o trastorno neurobiológico-una causa-un tratamiento farmacológico”.

Consideramos como peligrosa la idea de que el diagnóstico puede ser hecho por padres y/o maestros, a partir de cuestionarios y como si fueran observadores no implicados. Sin embargo sabemos, que todo observador está comprometido en lo que observa, formando  parte de la observación. Estando los padres y los maestros implicados en la problemática del niño, ¿Pueden ser lo suficientemente objetivos? (Ya a comienzos del siglo XX el físico Heisenberg planteó que el observador forma parte del sistema). Además, el cuestionario utilizado habitualmente está cargado de términos vagos e imprecisos (por ejemplo, lo que es “inquieto” para alguien puede no serlo para otro). Esto último lleva a pensar que es imposible realizar un diagnóstico de un modo rápido y sin tener en cuenta la producción del niño en las entrevistas.

No se debe diagnosticar el TDA/H basándose únicamente en escalas observacionales, aunque pueden ser herramientas útiles en el proceso diagnóstico y en el establecimiento de un plan terapéutico (Guía TDA/H de Castila La Mancha-Centro).

Un etiquetamiento temprano, enmascarado de “diagnóstico” produce efectos que pueden condicionar el desarrollo de un niño, en tanto el niño se ve a sí mismo con la imagen que los otros le devuelven de sí, construye la representación de sí mismo a partir del espejo que los otros le ofrecen. Y a su vez, los padres y maestros lo mirarán con la imagen que los profesionales le den del niño. Por consiguiente un diagnóstico temprano puede orientar hacia el camino de la cura de un sujeto o transformarse en invalidante. Esto implica una enorme responsabilidad para aquél que detecta o diagnostica un trastorno mental en un niño (Consenso de expertos del área de salud acerca del llamado “Trastorno por déficit de atención, con o sin hiperactividad, 2006).

Respecto al diagnóstico del TDA/H y su tratamiento, tenemos indicaciones muy relevantes destacadas en un informe realizado recientemente a demanda del Gobierno Vasco. El gobierno vasco, alarmado por el incremento de las cifras de gasto en metilfenidato (el consumo se multiplicó por 18 entre 2001 y 2007) hizo revisar por sus servicios de salud mental una muestra representativa de niños diagnosticados con TDA/H (Lasa y Jorquera, 2009). Sólo se confirmó el diagnóstico en el 24% de casos. Indica el informe además que, la mayoría de recetas tienen origen en los servicios de atención primaria y no en psiquiatría. Lo mismo sucede a nivel estatal: los médicos de familia prescriben más que los psiquiatras o pediatras (Instituto Nacional de Salud (INS), 2006).

En un reciente estudio elaborado por la Facultad de Psicología de Sevilla, se ha llegado a conclusiones parecidas, estimando que el 40% de diagnósticos de TDA/H son erróneos. (Europapress, 2012).

Desde nuestra perspectiva psicopatológica relacional, nos encontramos con un niño que sufre, que presenta dificultades, que esas dificultades obstaculizan el aprendizaje y que debemos investigar lo que le ocurre para poder ayudarlo.

Es importante también destacar que muchas veces lo que se considera no es tanto este sufrimiento sino la perturbación que la conducta del niño causa en el medio ambiente, por lo cual la medicación funciona como un intento de aplacar a un niño que se «porta mal» (Levin, 2003; Keirsey, 1998).

Muchos niños dicen al llegar a la consulta: “Me porto mal, por eso me traen”. Privilegiar la “conducta” nos remite a la idea de que hay alguien que se “porta bien” y que hay quienes saben lo que es “una buena conducta”. Así, por ejemplo, un niño de diez años reclamaba que le quitaran la medicación. Cuando la psicóloga que lo atendía les preguntó a los padres por qué lo seguían medicando, ya que la desatención había desaparecido y su rendimiento escolar era excelente, la respuesta fue: “Porque muchas veces se porta mal”. El niño argumentó: “Mi mamá le pide a la doctora que me medique porque ella quiere que yo sea perfecto, y yo no soy perfecto”.

¿Qué molesta de estos niños? ¿Por qué la insistencia en la importancia de diagnosticar rápido para comenzar tempranamente con la medicación? ¿Cómo diagnosticar este “trastorno” cuando, en realidad todo niño pequeño es desatento e inquieto? Pensemos que uno de los indicadores del diagnóstico es que el comienzo del trastorno sea ¡anterior a los siete años!

Lo intolerable es, quizás, un malestar que se impone cuando algo no encaja en lo esperable: cuando un niño no responde a las expectativas; cuando un funcionamiento infantil nos perturba. Entonces, hay adultos que generan movimientos de deshumanización, de no reconocimiento de la subjetividad del niño y/o del niño como sujeto  (Janin, 2004).

El diagnóstico diferencial

La hiperactividad y/o el déficit de atención pueden ser signos o síntomas de diferentes cuadros o situaciones clínicas primarias, con las que hay que hacer un diagnóstico diferencial, o pueden ser coexistentes con otros trastornos.

En el diagnóstico diferencial efectuado  tenemos que evaluar los elementos siguientes:

-Descartar en primer lugar que los síntomas no sean normales para la edad. Hay niños nerviosos, pero dentro de la normalidad; estos niños son muy vivaces, curiosos, lo miran todo, lo toquetean, juegan…, estos rasgos pueden ser normales, sobre todo en varones de una determinada edad, pero pueden desbordar a unos padres en una situación de menor tolerancia a tales manifestaciones (exceso de trabajo, depresión de alguno de los padres….)

– Situaciones psicosociales anómalas; por ejemplo, niño con falta de normas/una disciplina arbitraria. O también, situaciones de vida caóticas (convivencia en un medio familiar caótico y desorganizado, con límites educativos insuficientes, o diversas circunstancias sociales adversas).

-Deficiencia intelectual.

– Síntoma de un problema emocional y/o trastorno psiquiátrico como por ejemplo;

. Situaciones de ansiedad en el niño manifestándose en estos casos la inquietud psicomotora en periodos cortos y viéndose con facilidad el elemento desencadenante (operación quirúrgica, separación de la familia, examen, nacimiento del hermano…)

. Trastornos afectivos en el niño y adolescente. Son los trastornos del humor. En los niños, a partir de los 3-4 años, puede aparecer de forma separada o alternante, una sintomatología depresiva (tristeza, repliegue sobre sí mismo, enlentecimiento de las ideas, vacío de pensamiento….) y síntomas de excitación maníaca o hipomaníaca (hiperactividad, verborrea, agitación, exceso de ideación, dispersión del pensamiento….)

. Síntomas asociados a un trastorno de personalidad.

. Autismo y otros trastornos del espectro autista.

. Determinadas enfermedades orgánicas entre las que destacan, alteraciones tiroideas, intoxicaciones, diversos tratamientos farmacológicos, problemas neurológicos, trastornos auditivos periféricos o centrales…

. Es de suma importancia tener en cuenta también las posibles disfunciones perceptivas, visuales y auditivas, mucho más frecuentes de lo que parece, y que condicionan enormemente el aprendizaje escolar, al distorsionar la información ya en la fase de entrada. A la larga, estos problemas generan a su vez conductas disruptivas, aparentando un perfecto cuadro de TDAH.

. Además, es fundamental el estudio del contexto en el que ese da el TDA/H y de la motivación del niño. Es importante saber si el TDA/H se manifiesta en todos los contextos vitales del niño-adolescente o en alguno en especial, para poder detectar la influencia del entorno en el desarrollo y mantenimiento del trastorno. Hay que diferenciarlo también de un problema motivacional. “Hay alumnos que no son capaces de estar atentos en el aula y en cambio pueden permanecer quietos y muy concentrados en otro tipo de tareas. Parece pues que el factor “motivación” puede jugar un papel muy importante en la atención y la concentración. En base a esta consideración es necesario realizar investigaciones que estudien el papel del factor motivación en el constructo del TDA/H” (Generalitat de Catalunya. Departament d’Educació, 2009).

Hay escuelas primarias en las que una cantidad alarmante de alumnos están medicados por TDA/H, sin que se formulen preguntas acerca de las dificultades que presentan los adultos de la escuela para contener, transmitir, educar, así como sobre el tipo de estimulación a la que están sujetos esos niños dentro y fuera de la escuela. Es decir, se supone que el niño es el único actor en el proceso de aprender (Frizzera, Heuser, 2004; Untoiglich, 2004). Podríamos decir lo mismo del contexto familiar.

Se medica a niños por problemas escolares surgidos a raíz de un suceso impactante, como el divorcio de los padres, incluso en niños adoptados con un pasado traumático. En ninguno de estos supuestos tiene mucho sentido pensar en desequilibrios bioquímicos que haya que corregir con pastillas, sino en establecer terapias psicológicas adecuadas para cada uno de ellos (Doggett, 2004).

Sin ese necesario diagnóstico diferencial basado en la interacción con el niño y su familia, corremos el riesgo de tratar como TDA/H a niños que presentan cuadros psicóticos, otros que están en proceso de duelo o han sufrido cambios sucesivos (adopciones, migraciones, etc.) o es habitual también este diagnóstico, en niños que han sido víctimas de episodios de violencia, abuso sexual incluido (Bleichmar, S., 1998; Touati, 2003; Janin, 2004).

El tratamiento

Cuando el diagnóstico se realiza generalmente en base a cuestionarios administrados a padres y/o maestros, el tratamiento que se suele indicar es: medicación y modificación conductual.

El resultado es que los niños son medicados desde edades muy tempranas, con una medicación que no cura (se les administra de acuerdo a la situación, por ejemplo, para ir a la escuela) y que en muchos casos disimula sintomatología grave que hace eclosión a posteriori,  o encubre deterioros que se profundizan a lo largo de la vida. En otros casos, ejerce una pseudo regulación de la conducta dejando a su vez librado al niño a posteriores impulsiones adolescentes debido a que no ejerce modificaciones de fondo sobre las motivaciones que podrían regularlas, dado que tanto la medicación como la «modificación conductual» tienden a acallar los síntomas, sin preguntarse qué es lo que los determina ni en qué contexto se dan. Y así, pueden intentar frenar las manifestaciones del niño sin cambiar nada del entorno y sin bucear en el psiquismo del niño, en sus angustias y temores (Bleichmar S, 1998; Gaillard, 2004; Levin, 2004; Lasa, 2001).

Es decir, lo primero que se hace es diagnosticarlo de un modo invalidante, con un «déficit» de por vida, luego se le medica y se intenta modificar su conducta. Así, se rotula, reduciendo la complejidad de la vida psíquica infantil a un paradigma simplificador. En lugar de un psiquismo en estructuración, en crecimiento continuo, en el que el conflicto es fundante y en el que todo efecto es complejo, se supone, exclusivamente, un «déficit» neurológico (Berger, 2005; Janin, 2004; Rodulfo, R, 1992; Breeding, 1996).

Tratamientos farmacológicos

Aunque los medios científicos hablan de las contraindicaciones de las diferentes medicaciones que se utilizan en estos casos, (Carey, 1999, 2000; Diller,  2003) llama la atención la insistencia con la que los medios de comunicación informan del consumo de medicación como indicación terapéutica privilegiada frente a la aparición de estas manifestaciones.

Todas las drogas que se utilizan en el tratamiento de los niños que presentan dificultades para concentrarse o que se mueven más de lo que el medio tolera, tienen contraindicaciones y efectos secundarios importantes, como el incremento de la sintomatología en el caso de los niños psicóticos, así como consecuencias tales como retardo del crecimiento (Goodman y Gilman’s, 1995; Baughman, 2001; Carey, 2001; Efron et al, 1998).

El Departamento de Salut de la Generalitat de Catalunya hace una valoración e indicación importante sobre el tratamiento farmacológico del TDA/H “El metilfenidato y la atomoxetina se han asociado a efectos adversos graves, como trastornos cardíacos y psiquiátricos, y pueden producir retraso de crecimiento a largo plazo. Los riesgos de estos fármacos refuerzan la necesidad de una valoración cuidadosa de la relación beneficio-riesgo en esta población y justifican restringir su uso a casos muy especiales” (Generalitat de Catalunya. Departament de Salut, 2010).

El metilfenidato se comporta como un estimulante del sistema nervioso central que inhibe la recaptación de dopamina y noradrenalina en las neuronas presinápticas e incrementa la liberación de estos neurotransmisores en el espacio extraneuronal. Un metanálisis ha puesto de manifiesto sus cualidades a corto plazo: el niño reduce la actividad motora, interrumpe menos a los compañeros, incrementa la vigilancia y es capaz de concentrarse en tareas simples, rutinarias o repetitivas debido a una mejor atención sostenida. Desde este punto de vista los niños dan buenas respuestas en las escalas de evaluación, hecho que por otra parte se produce independientemente del diagnóstico de TDA/H (¿recuerdan el apego de algunos estudiantes a la Centramina o el Katovit?).

Respecto al metilfenidato, que es un  derivado anfetamínico, la mejoría sintomática que hemos comentado, a dosis adecuadas y a corto plazo, sobre la capacidad de atención y concentración, no es específica del efecto del fármaco sobre el TDA/H sino que como estimulante del Sistema Nervioso Central, produce un efecto parecido en todos los casos en que se toma.

Por lo tanto, da la impresión de que se pretende dar carta de naturaleza a una patología, apoyándonos en una acción farmacológica muy poco específica y capaz de mejorar el rendimiento sin necesidad de psicopatología.

Sin embargo, este nuevo comportamiento alcanzado con el metilfenidato, socialmente más admisible, se ha asociado a una menor riqueza en la cantidad y abanico de expresiones emocionales, menos afán exploratorio y flexibilidad cognitiva, menor capacidad para asombrarse y preguntar, menor espontaneidad e iniciativa, humor plano y actitud más pasiva. Si a todo lo anterior añadimos su ineficacia en potenciar la atención compartida y dividida,  para resolver la duda de si merece o no la pena apostar por la vía farmacológica será preciso atender a lo que el medicamento sea capaz de aportar a largo plazo sobre variables relevantes (mejorar parámetros de aprendizaje, fracaso escolar, funcionamiento social y familiar, abuso de sustancias, delincuencia…). Desgraciadamente se han hecho pocos  estudios en este sentido.

En diferentes trabajos, con respecto al metilfenidato, se plantea que:

  • No se puede administrar a niños menores de seis años.
  • Se desaconseja en caso de niños con tics (Síndrome de Gilles de la Tourette).
  • Es arriesgado utilizarlo en el caso de niños psicóticos, porque incrementa y agrava la sintomatología.
  • Deriva con el tiempo en retardo del crecimiento.
  • Puede provocar insomnio y anorexia.
  • No hay suficientes estudios sobre seguimiento del tratamiento durante años y sus efectos a medio y largo plazo.
  • Puede bajar el umbral convulsivo en pacientes con historia de convulsiones o con EEG anormal sin ataques (Goodman y Gilman’s, 1995; Breggin, 1998, 1999, 2001, Cramer et al, 2002, Schachter et al, 2001).
  • A través de ensayos con animales se sabe que la toma de metilfenidato retarda la mielinización, o “cableado”, del sistema nervioso y el crecimiento de las dendritas, es decir disminuye la conectividad neuronal. Este es un aspecto importante para la maduración correcta del sistema nervioso. También retarda la formación del cartílago.
  • La toma de metilfenidato en edades tempranas se ha considerado como factor de riesgo para el sistema nervioso, por hipersensibilización. Por estudios en modelos animales se cree que puede conllevar algún tipo de impacto permanente.
  • Hace disminuir la actitud propia de la infancia. Bajo sus efectos hay menos curiosidad, menos flexibilidad cognitiva, menos capacidad de disfrute y de asombro, menos espontaneidad y demás aspectos propios de la infancia, es decir se comportan como si fueran menos niños.
  • Se comienza a estudiar el impacto en el sistema endocrino u hormonal y parece que afecta a varios de estos sistemas. En estudios con animales se ha comprobado que retrasa la pubertad de forma amplia.
  • Pueden aparecer efectos agudos indeseados tales como el incremento de problemas para dormirse, crisis psicóticas, irritabilidad, agresividad, tics, y mayores problemas con la atención a largo plazo. Algunos de estos efectos se dan en porcentajes próximos al diez por ciento de los tratados.

Con respecto a las anfetaminas en general, éstas han sido prohibidas en algunos países (como en Canadá), además de ser conocida la potencialidad adictiva de las mismas (CADRMP, 2005).

Con respecto a la atomoxetina, que es un antidepresivo que no pudo registrarse hace años como tal en Estados Unidos por no superar a otros existentes en el mercado y presentándose ahora como una medicación específica para el TDA/H, podemos preguntarnos si en los casos en que muestra algún tipo de eficacia, ésta no tendría que ver con su ligero efecto antidepresivo más que como efecto específico para tratar el TDA/H.

La atomoxetina es un inhibidor de la recaptación de noradrenalina, sin efecto estimulante, que indirectamente, también puede aumentar la dopamina en córtex prefrontal. En niños y a corto plazo, resulta más efectiva que placebo en mejorar los síntomas nucleares del TDA H, con un tamaño del efecto, de leve a moderado. También se ha comparado durante 6 semanas con el metilfenidato OROS, en el que éste último se mostró algo superior pero sólo tras excluir intolerantes o de baja respuesta a metilfenidato. No hay con este psicofármaco, estudios aleatorizados a largo plazo, a excepción de un ensayo frente a placebo que selecciona primero a los que dan respuesta durante 3 meses, en ensayo abierto.

En los estudios más rigurosos (controlados, aleatorizados a doble ciego) el metilfenidato ha resultado más eficaz que el placebo (una capsula con azúcar, por ejemplo) a las cuatro semanas, pero no en todos los estudios. En cambio, en este mismo tipo de estudios más prolongados en el tiempo ninguno ha encontrado que el fármaco sea más eficaz que el placebo.

Otros estudios MTA hablan de un efecto positivo no mucho mejor que con terapia conductual,  y muy limitado en el tiempo, los primeros meses de tratamiento, con un empeoramiento del comportamiento posteriormente, si se mantiene el uso del metilfenidato.

Respecto a la atomoxetina, con menos estudios aún, puede que no sea muy diferente. De hecho, parecer ser efectivo en menos gente, a corto y medio plazo (2 años). Y los efectos indeseados son similares.

Por otra parte, se ha llegado a la conclusión de que se produce con la toma de atomoxetina, de forma estadísticamente significativa:

  • Aumento de la frecuencia cardíaca.
  • Pérdida de peso, pudiendo derivar en retardo del crecimiento.
  • Síndromes gripales.
  • Efectos sobre la presión arterial.
  • Vómitos y disminución del apetito.
  • No existe seguimiento a largo plazo (baughman, 2005).

Con respecto a la forma de utilizar la medicación, podemos preguntarnos, ¿la medicación dada para producir efectos de modo inmediato (efectos que se dan de forma mágica, sin elaboración por parte del sujeto), considerada como necesaria durante largo tiempo, ¿no desencadena adicción psíquica al considerar la medicación como modificadora de actitudes vitales y generadora de buen rendimiento y comportamiento? (Tallis, 2004; Keirsey, 1998).

Este tipo de medicación se combina a veces con neurolépticos sedantes -llamados ahora antipsicóticos- tomados por la noche para contrarrestar los síntomas adversos del metilfenidato tales como temblores, tics, insomnio, pérdida de apetito, en lugar de plantearse la idoneidad de dicho tratamiento.

Como acabamos de ver, de forma relativamente frecuente se suele añadir un segundo fármaco junto al metilfenidato, como por ejemplo, un antipsicótico de efecto sedante. Se debe saber que no hay estudios que valoren el uso conjunto de dos psicofármacos diferentes, ni en adultos ni en menores, y es probable, por algunos indicios existentes, que su neurotoxicidad se multiplique. Se debería esperar hasta que se hagan los estudios necesarios para ver el impacto de la toma continuada de dos tipos de fármacos en un menor, antes de mantener un tratamiento combinado y prolongado de dos fármacos o más.

A pesar de que los medios científicos hablan de todas estas contraindicaciones, se sigue asociando el suministro y consumo de medicamentos como la terapéutica central para niños y adolescentes. Mientras tanto, los laboratorios facturan cifras millonarias. Actualmente parecería ser mucho más sencillo proponer una medicación (a veces solicitada por los padres) que promover una modificación en la dinámica familiar. En este momento podríamos preguntarnos ¿porque los padres aceptan sin preocupación aparente, la administración de estos medicamentos? ¿Evitaría esto preguntarnos que le está pasando a este niño? ¿Evitaría esto cuestionarnos nuestro papel? Preguntas… que solo tienen como función actuar como disparadores para pensar en esta problemática.

Teniendo en cuenta lo expuesto hasta ahora, nuestro posicionamiento respecto a la toma de este tipo de medicación en el caso del TDA/H, es el siguiente.

Estamos en contra de su uso excesivo, frecuente, continuado e indiscriminado, tanto más en niños menores de 6 años.

La medicación, que nunca tendría que ser un tratamiento exclusivo y excluyente, cuando esté correctamente prescrita y administrada tras un acertado diagnóstico, tendría como principal objetivo el facilitar y potenciar la relación terapéutica y educativa, tomándola durante un tiempo limitado, y cuando no se pueda obtener esos resultados que se buscan con la medicación, por otros medios. La opción farmacológica debería ser el último recurso y debería ser utilizada durante el menor tiempo posible.

La medicación bien indicada y prescrita a la dosis y duración adecuada, así como las diferentes medidas psicoterapéuticas, educativas, psicomotoras, psicopedagógicas y rehabilitadoras que podrían ser necesarias para paliar los déficits producidos por las secuelas cognitivas y relacionales que son la consecuencia de la agravación y cronificación del trastorno, tendrían que coordinarse, complementarse, integrarse y supeditarse a la dinámica relacional subyacente entre paciente, familia y terapeuta. De esta manera, evitaríamos la instrumentalización de la técnica terapéutica, poniéndola al servicio de la relación terapéutica y/o educativa que es lo fundamental en el proceso terapéutico.

Tratamientos no farmacológicos

Los problemas que presentan los niños con TDA/H pueden requerir ayuda psicológica y/o pedagógica.

Se debe saber que hay muchos tipos diferentes de psicoterapia que pueden ser útiles. Los psicoterapeutas analizan cada caso, encuentran los núcleos problemáticos e implementan técnicas que pueden ser diferentes en cada menor. Las psicoterapias que intentan encontrar el sentido al comportamiento del menor, empiezan por escuchar a éste y a sus familiares recogiendo sus perspectivas y expectativas, buscando en ellos y con ellos, los recursos que puedan ayudar a superar las dificultades. Diferentes orientaciones de las psicoterapias, familiares, las de corte psicodinámico, las cognitivo-conductuales, las terapias basadas en el movimiento, etc., pueden ayudar a superar efectivamente el problema. La utilidad de procedimientos psicológicos está reconocida por publicaciones de prestigio, como la Guía de Práctica Clínica NICE de Inglaterra (2008).

En dicha guía de práctica clínica, que formaría parte de las consideradas entre el grupo  B y C, mencionados en la clasificación que hemos comentado anteriormente, se dice que el diagnóstico sólo lo debe hacer un psiquiatra especializado, un pediatra u otro profesional sanitario con formación y experiencia en el diagnóstico del TDA/H. Como parte del proceso diagnóstico, se debe incluir una evaluación de las necesidades, los trastornos coexistentes, las circunstancias sociales, familiares y educativas u ocupacionales y la salud física. En el caso de niños y adolescentes, debe hacerse también una evaluación de la salud mental de los progenitores o cuidadores. No se debe diagnosticar el TDA/H basándose únicamente en escalas de evaluación o en datos observacionales. No obstante, las escalas de evaluación son herramientas valiosas, y las observaciones (por ejemplo en la escuela) son útiles si existen dudas acerca de los síntomas. Se deben ajustar los criterios sintomáticos para las alteraciones de conducta en función de la edad.

En niños de edad preescolar no recomiendan el tratamiento farmacológico. En niños de edad escolar y adolescentes que presentan un TDA/H de moderada severidad y deterioro funcional moderado no recomiendan el tratamiento farmacológico como primera línea de intervención. Recomiendan en estos casos un programa de formación/educación para los progenitores. En adolescentes mayores, se debe considerar la utilización de intervenciones psicológicas individuales. Cuando la gravedad y el deterioro son severos se debe ofrecer un tratamiento farmacológico como tratamiento de primera línea, así como proponer a los progenitores un programa grupal de formación/educación para progenitores.

Añaden que no se deben emplear antipsicóticos para el TDA/H en adultos. Se debe considerar utilizar terapia cognitivo-conductual grupal o individual en adultos que están estabilizados con medicación pero tienen deterioro funcional persistente asociado con TDA/H y/o tienen una respuesta parcial o nula al tratamiento farmacológico o bien no lo toleran.

Se sabe que los fármacos actuales tienen una eficacia limitada tanto en el alcance de sus beneficios como en el tiempo que duran estos. Hay pruebas que indican que mantener el fármaco durante un tiempo prolongado, unos dos años, empeora a los menores, teniendo estos un rendimiento peor en numerosas áreas que incluyen los estudios y la conducta. Además, es probable que aparezcan problemas indeseados tanto físicos como de comportamiento, además de otros bien establecidos como un relevante aumento de la presión arterial y un importante declive académico. Y además, mantener el fármaco tanto tiempo no ha demostrado ser mejor que una terapia psicológica.

En definitiva, y según los estudios actuales, el metilfenidato y la atomoxetina no son la primera opción de tratamiento para el niño que ha sido diagnosticado con TDA/H. La primera ayuda debe ser de tipo psicosocial o psicopedagógica, según el caso.

En lo que respecta a la psicoterapia y en particular a la psicoterapia psicodinámica o de orientación psicoanalítica, consideramos que es el método idóneo para identificar y tratar los problemas existentes en el mundo interno del niño, así como en su contexto personal, familiar  escolar y social.

La psicoterapia psicodinámica

Llegados a este punto, podemos preguntarnos ¿Qué es la psicoterapia?

Para responder a esta pregunta hemos decidido aportar una definición elaborada por la FEAP, Federación Española de Asociaciones de Psicoterapeutas, que reúne el consenso de la mayoría de los psicoterapeutas de nuestro país.

“La psicoterapia, es un tratamiento (trato, acuerdo, relación-vinculación) científico, de naturaleza psicológica que, a partir de manifestaciones psíquicas o físicas del malestar humano, promueve el logro de cambios o modificaciones en el comportamiento, la salud física y psíquica, la integración de la identidad psicológica y el bienestar de las personas o grupos tales como la pareja o la familia”. Conviene aclarar que lo incluido entre paréntesis en la definición es una aportación nuestra.

La psicoterapia basada en la relación psicoterapéutica sería un elemento esencial que no exclusivo, en el tratamiento de los trastornos psíquicos y el sufrimiento humano que generan, tanto en el paciente como en su familia y en el contexto social más cercano. Para nosotros, la relación psicoterapéutica se basaría en un proceso interactivo de vinculación interpersonal, intersubjetivo e intrasubjetivo teniendo como fundamento la alianza terapéutica establecida entre una o más personas y su terapeuta.

La base de la alianza terapéutica sería el resultado de la identificación empática que consiste en ponerse en el lugar del otro sin confundirse con él, es decir, desde la separación y diferencia. Identificación parcial y transitoria, que vive el terapeuta en relación con la forma de ser del paciente, su sufrimiento, sus emociones, (empatía emocional), con el problema del paciente, (empatía cognitiva) y también de su familia, lo que permite a su vez de forma interactiva, una identificación empática, también parcial y transitoria del paciente y su familia hacia y con, la forma de ser, la actitud y el trabajo terapéutico del terapeuta.

Para el desarrollo de una buena alianza terapéutica, el terapeuta tiene que tener en cuenta los mecanismos de defensa y las resistencias del paciente y su familia, (sin ser cómplice) para ajustarse progresivamente a ellos.

Es desde este espacio relacional que proporciona la psicoterapia psicodinámica que se puede comprender lo singular y específico del ser humano, considerando que desde este lugar, es muy difícil generalizar el sufrimiento humano y las diferentes formas de vivirlo y expresarlo.

Para ejemplificar lo dicho, veamos ahora diferentes situaciones y ejemplos narrados  en el libro de Beatriz Janín publicado en 2004, que lleva por título, “Niños desatentos e hiperactivos. Reflexiones críticas acerca del Trastorno por Déficit de Atención con o sin Hiperactividad”.

El fracaso escolar es una de las causas más frecuentes de consulta para un niño. Pero los problemas en el rendimiento escolar pueden no coincidir con dificultades intelectuales y ni siquiera responden siempre a conflictos o déficits intrapsíquicos. Un niño puede fracasar en la escuela por múltiples motivos, tales como la relación con el docente, el modo en que se transmite el conocimiento, la desvalorización social o familiar de aquello que la escuela enseña, dificultades en la aceptación de normas, dificultades para mantenerse quieto, etcétera, a la vez que aprende rápidamente otros saberes fuera del entorno escolar. Toda dificultad escolar debería ser interpretada en términos de sobredeterminación y de multiplicidad causal, teniendo en cuenta que son muchos los participantes en el proceso de aprender: el niño, los maestros, los padres y el contexto social.

Hay niños que han constituido las investiduras de atención en relación con los intercambios afectivos pero no en relación con el conocimiento: buscan la aprobación afectiva, el cariño de los maestros, pero no pueden escucharlos. Es frecuente que un niño que “está en la luna” tenga una idea muy clara de las preferencias afectivas del maestro, del tipo de trato que les otorga a los otros y a él o de la relación del maestro con otras personas del entorno. Así, un niño supuestamente desatento en clase comentaba: “La maestra cambia el tono de voz cuando habla con los padres y parece buenita, como que nos quiere, pero después con nosotros es distinta. Y yo creo que está de novia con el profesor de música, por cómo lo mira”.

Nadie podría decir que ese niño no esté atento a la maestra, aunque no escuche lo que dice. En verdad, no está atento a los contenidos que la maestra transmite y, es más, no la cree. Sólo confía en su percepción, aguzada, de los afectos en juego. Esta actitud puede ser, en algunos casos, consecuencia de una historia en la que el niño tuvo que recurrir a la empatía afectiva para otorgarles algún sentido a sus vivencias: niños en los que el narcisismo, como amor a sí mismo, se sigue sosteniendo (como en las etapas más tempranas) en la mirada amorosa de otro. Si ésta falta, no pueden encontrarse a sí mismos; sólo pueden buscarse y encontrarse en la conexión afectiva con otro.

A veces, el deseo de ser amado puede funcionar como un acicate para el aprendizaje –son los niños “buenos” que necesitan de la aprobación de los adultos–, pero también puede ser un obstáculo cuando lo único que el niño registra es el estado anímico del maestro.

Si un sujeto está en proceso de duelo, no podrá atender. El duelo implica un trabajo psíquico importante: desprendernos de un objeto-sujeto relacional amado implica ir desinvistiendo representaciones ligadas con él, múltiples redes de pensamientos que se van desarmando y rearmando en un difícil proceso de desinvestiduras y reinvestiduras mentales. Este trabajo exige una disponibilidad de investiduras casi total, por lo que todo aquello que no esté vinculado con el objeto perdido suele caer fuera de la atención del sujeto.

Damián, de cinco años, llega derivado por la maestra. En la escuela han dicho que tiene “un problema neurológico”. Está en preescolar y no participa en clase, no presta atención, no juega con los compañeros. En las entrevistas con los padres, ellos cuentan que a la abuela le diagnosticaron cáncer, pero que el chico “no lo sabe”. Sin embargo, está claro que el niño está centrado en los avatares de la enfermedad de la abuela y que difícilmente tiene el espacio interno necesario para las tareas de preescolar.

También hay chicos en estado de alerta permanente. Si algo se movió en el otro extremo del aula, este niño lo percibe. Sufre de una “sobreatención” primaria, aunque se lo catalogue como desatento. Pero no es una atención sostenida sino errátil, va de un lugar a otro, de un objeto a otro sin poder parar. De este modo, no puede centrar la atención en ningún elemento, sino que pasa de uno a otro, en un zapping incesante. Está conectado con el afuera, pero es un afuera peligroso.

A veces esto es el efecto de situaciones de violencia. Así como hay niños que están como dormidos, anestesiados, por la violencia, hay otros que quedan en un estado de alerta continuo. Cuando una madre o un padre maltratan a un hijo, al mismo tiempo que muestran los deseos de destrucción y de aniquilamiento del otro, develan el vínculo amoroso mortífero que tienen hacia su hijo. El mundo queda entonces, compuesto por infinidad de estímulos iguales, equivalentes, y resulta imposible sostener una investidura estable. Son niños que presentan dificultades escolares por no poder concentrarse en las palabras del maestro, en tanto todo ruido, todo gesto puede ser excitante y atemorizante.

Es frecuente que niños criados en un ambiente de mucho abandono, o que han sufrido migraciones, o privaciones importantes, estén totalmente desatentos en clase, en tanto la violencia deja, entre otras marcas, tanto una tendencia a la desinvestidura como un estado de alerta permanente que es acompañado, a veces, con la búsqueda de estímulos fuertes. Luego, en el esfuerzo por reinvestir la realidad, son coleccionistas de traumas a posteriori: reaccionan demasiado tarde, a destiempo. Al no estar atentos a lo que pasa en el mundo, las situaciones les suceden sin que puedan poner en marcha la angustia que señala el peligro: y reaparece lo temido (Janin, 2004).

Concluyendo

Llegados a este punto, nos parece oportuno señalar la proposición de un esbozo de guía clínica o de protocolo de intervención –que pueda unificar, que no homogeneizar los criterios de los profesionales  en los casos de TEA/H- que nos hace Jorge Luis Tizón en el artículo de 2007, mencionado en este texto, que tiene por título: El “niño hiperactivo” como síntoma de una situación profesional y social: ¿Mito, realidad, medicalización?

“En resumen, más sensato parece que, ante la queja de padres o maestros a causa del TDA/H,  realicemos una exploración cuidadosa del contexto: primero, para evitar prescripciones inducidas (“Me dijo el psicólogo escolar que tenían que tomar este medicamento”) y, sobre todo, para delimitar los factores que están favoreciendo esa “hiperactividad” del niño. Siempre los hay. Siempre. Después, habría que comenzar por medidas psicosociales aplicadas a la familia y por la familia. Más tarde, con medidas psicoterapéuticas del niño y, tal vez, de la familia, y psicoterapia al niño. A mi entender, sólo después habría que utilizar los fármacos antes mencionados: en cuadros graves y cuando las medidas anteriores, aplicadas por especialistas competentes, hubiesen fracasado. Pero con un seguimiento y duración estrictos y sin abandonar las medidas psicosociales. Los momentos de esta guía clínica serían pues los siguientes:

1) Acogida y exploración contendoras, tanto del niño como de la familia, con la idea de contextualizar el síntoma dentro de la dinámica familiar y del medio ambiente habitual del niño. En ocasiones, esa globalización y contextualización del síntoma es clave en sí misma para disminuir el “déficit de atención con hiperactividad”: por ejemplo, en el caso de duelos recientes  del niño o de la familia, problemas en la organización escolar o de los aprendizajes y curriculums, respuesta familiar inadecuada a comunicaciones histriónicas del niño, presiones excesivas, familiares o sobre la familia, que el niño se ve obligado a soportar sin ayudas suficientes, etc.

2) Si no basta, atención familiar abierta y exploración familiar cuidadosa con medidas de higienización y orientación (counselling psicodinámico o cognitivo-conductual).

3) Si las medidas anteriores se muestran insuficientes, es cuando no quedará más remedio que introducir técnicas especializadas: atención psicoterapéutica del niño unida a atención psicoterapéutica de la familia. Pero siempre con ambas técnicas al tiempo: los profesionales de salud mental mínimamente cuidadosos han de saber y tener en cuenta en su práctica que realizar psicoterapia de un niño sin intentar al tiempo cambios y modificaciones en su ambiente puede ser una de las más frecuentes fuentes de inefectividad e ineficiencia.

4) Si es necesario, ante la gravedad del cuadro, pueden usarse en esta fase fármacos sintomáticos, en dosis y tiempos cortos, si durante este tercer período se necesitan. Fármacos de ayuda sintomática (neurolépticos o benzodiacepinas a dosis mínimas) pero escogidos en función de la estructura relacional e intrapsíquica del problema: elementos de trastorno generalizado del desarrollo, de trastorno histérico grave, de duelos graves mal elaborados, de desestructuración o disfunciones familiares graves manifestadas por crisis de ansiedad del niño, etc.

5) Sin olvidar la necesaria ayuda en el ámbito escolar, vehiculizada a través de los equipos de asesoramiento psicocopedagógico o de los profesores.

6) El uso de derivados anfetamínicos habría que reservarlo para el caso de niños en los cuales se dieran dos criterios básicos: I: Diagnóstico de TDAH claramente establecido. II: Fracaso de las anteriores medidas terapéuticas realizadas por especialistas competentes. Y en este caso, más para mejorar la contención de la ansiedad familiar y facilitar los cambios en la relación familiar, que como supuesto tratamiento “etiológico” (que nunca lo es).

7) Por tanto, con revisión frecuente de su necesidad de seguir con la medicación, por ejemplo cada tres meses, y preveyendo la retirada pronta y progresiva, en cuanto se consoliden las mejoras en la contención familiar y microsocial.

Para terminar nuestra exposición, mencionaré de nuevo a Sroufe, (2010) que nos aporta la siguiente e interesante reflexión “La ilusión de que los problemas de conducta de los niños pueden curarse con fármacos nos evita que, como sociedad, tratemos de buscar las soluciones más complejas, que serían necesarias. Los fármacos sacan a todos –políticos, científicos, terapeutas, maestros, padres– del apuro. A todos, excepto a los niños.”

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